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            “Los libros son un arma: tanto para atacar como para defenderse”, 
              dijo este lunes Oleksandra Koval, la directora del Instituto del 
              Libro de Ucrania, en una entrevista con la agencia Interfax en la 
              que defendió la necesidad de retirar de las bibliotecas públicas 
              del país “más de 100 millones” de libros de autores rusos, entre 
              ellos clásicos de la literatura mundial. Ante la invasión rusa de 
              Ucrania, de la que este martes se cumplen ya tres meses y que generó, 
              entre otras cosas, más de 5 millones de ciudadanos desplazados, 
              Koval afirmó que lo más urgente es confiscar volúmenes que contengan 
              “narrativas imperiales y propaganda a favor de la violencia y de 
              políticas chovinistas prorrusas”. Desde su cargo como directora 
              del Instituto del Libro de Ucrania, que depende del Ministerio de 
              Cultura de ese país, aspira a que la “literatura ideológicamente 
              dañina” de tiempos soviéticos, tanto en ruso como en ucraniano, 
              así como los libros “anti-ucranianos”, sea retirada antes de fin 
              de año. De todos modos, a pesar de la fuerte oposición que una medida 
              de semejante magnitud pueda generar, Koval sostiene que, en una 
              segunda ronda, también deberían ser retirados libros de autores 
              contemporáneos rusos publicados después de 1991, inclusive aquellos 
              de géneros como la novela romántica, las historias de detectives 
              o los libros infantiles. 
              
            Guerra y paz, la novela anti-bélica del autor ruso Lev Tolstoi, 
              sería uno de los títulos censurados por decisión del Instituto del 
              Libro de Ucrania. La superproducción de la BBC, nueva versión de 
              la novela de León Tolstói, cuyos seis capítulos arrasaron en Reino 
              Unido con más de 7 millones de espectadores. 
            También apuntó contra obras consideradas clásicos de la literatura, 
              como las de Pushkin, Dostoyevski o Tolstoi, cuyo libro más conocido 
              es, irónicamente, la novela anti-bélica Guerra y paz. Para Koval, 
              “no es cierto” que se trate de libros “en el pináculo de la literatura 
              mundial”, creencia que atribuye a su inclusión en las currículas 
              escolares. “Es un requisito evidente de nuestro tiempo”, argumentó. 
              Según la directora del Instituto del Libro, se trata de libros “muy 
              dañinos”, que pueden “afectar los puntos de vista de la gente”, 
              por lo que su opinión personal es que habría que retirarlos de las 
              bibliotecas públicas y de las escuelas y en todo caso ser estudiados 
              por “expertos”. De llevarse a cabo, la retirada de obras de “propaganda 
              rusa” reduciría los catálogos de las bibliotecas públicas en unos 
              100 millones de volúmenes, lo que representa la mitad del total. 
              De acuerdo con Interfax, el Ministerio de Cultura de Ucrania está 
              trabajando en la retirada de las obras clasificadas como propaganda 
              prorrusa de las bibliotecas, que serán catalogadas como papel de 
              desecho. Para justificar la censura, Koval afirmó que durante la 
              guerra no es recomendable que exista acceso a volúmenes “con connotaciones 
              ideológicas” cuyos autores adopten “posturas anti-ucranianas”, ya 
              que podrían empujar a los lectores a aprobar estas posiciones. 
              
            Oleksandra Koval, directora del Instituto del Libro de Ucrania. 
            En la entrevista, Koval denunció que, desde el comienzo de la guerra 
              el 24 de febrero, la invasión rusa “destruyó al menos 60 librerías 
              en Ucrania y ocupó otras 4 mil”. De todos modos, aunque la directora 
              del Instituto del Libro cree que los números son incluso más alarmantes, 
              sostiene que son solo una aproximación ya que no todos los gobiernos 
              locales, en particular los más afectados por la guerra, pudieron 
              brindar la información necesaria. “En las noticias vi cómo los rusos 
              entran a las librerías y se llevan, a quién sabe dónde, todos los 
              libros escritos en ucraniano. Pero ahora no es momento de reunir 
              estadísticas porque la situación cambia a cada minuto. Lo que está 
              claro es que quienes pretenden ocupar Ucrania ven la literatura 
              como una amenaza en sí misma, lo cual solo refuerza el poder de 
              los libros”, dijo Koval. 
            
            
            Una familia que escondió miles de libros dentro de las paredes 
              de una casa, un hombre que se comió 30 páginas para salvar a sus 
              compañeros, libreros que luchan por recuperar libros perdidos. Cuando 
              el 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet depuso con un golpe 
              de Estado el gobierno del socialista Salvador Allende en Chile, 
              además del horror que se cometió contra militantes y sus familias, 
              también se dio una persecución contra los libros, señalando que 
              ayudaban al adoctrinamiento comunista. Esta misma práctica se replicó 
              en Argentina, cuando se instauró el gobierno militar en marzo de 
              1976. Miles de títulos fueron prohibidos. En las décadas que han 
              pasado desde entonces, hemos visto numerosas veces imágenes de uniformados 
              destruyendo y quemando libros. 
            "¿Dónde estarán las odas que me regaló Neruda?", se preguntaba 
              el abogado argentino Salomón Guerchunoff. Y siempre, antes de que 
              nadie le pudiera responder, él mismo suspiraba y decía... "Deben 
              estar en la casa del señor ese". La casa a la que se refería había 
              sido la suya por más de 20 años. Era una construcción de una planta, 
              ubicada en el barrio Parque Vélez Sarsfield de Córdoba capital, 
              la segunda ciudad de Argentina. Allí vivía con su esposa, Eva Maltz, 
              y sus cinco hijos hasta que ocurrió el golpe de Estado de 1976. 
              "Mi padre fue un reconocido militante del Partido Comunista en Córdoba 
              y un colaborador permanente del movimiento sindical en la ciudad, 
              por lo que tenía una biblioteca que era acorde a ese pensamiento", 
              explica Luis Guerchunoff, uno de los cinco hijos de Salomón. Y ese 
              pensamiento comenzó a ser prohibido. Perseguido. 
              
            La familia Guerchunoff durante unas vacaciones. 
            A su lado están Nora, Ana y Beatriz, los otros hermanos. 
              Solo falta Roberto. Es 24 de marzo, el Día de la Memoria. Han pasado 
              46 años del golpe militar y en un colegio cercano proyectan un documental 
              con la historia de la familia. Es la primera vez en muchos años 
              que los hermanos están en la misma ciudad al mismo tiempo y activan 
              la recolección de recuerdos a cuatro voces. El primero: cuando sus 
              padres decidieron esconder los libros dentro de una de las paredes 
              de la casa. 
            "Fue poco después del golpe," dice Luis. "En años 
              anteriores mi padre había repartido sus libros más incriminantes 
              entre varios amigos para sortear los allanamientos que ya se producían 
              regularmente. Pero cuando ocurrió el golpe se dio cuenta de la gravedad 
              de lo que estaba pasando y dijo 'basta, voy a reunir mis libros 
              para evitarles problemas a ellos'". Meses antes de ese marzo de 
              1976, Salomón y Eva habían decidido remodelar la casa, así que aprovecharon 
              los materiales de construcción sobrantes para esconder la mayoría 
              de los libros en el interior de los muros de la parte alta de la 
              alcoba principal. "Los siete vivimos ese momento. Me acuerdo de 
              la sensación de miedo que nos acompañaba. Metimos todo tipo de libros, 
              de literatura política, sobre Marx, Engels, pero también de César 
              Vallejo, El Principito, el libro de cuentos infantiles 'Un elefante 
              ocupa mucho espacio', de Elsa Bornemann, que también estaba prohibido 
              por la dictadura", recuerda Ana Guerchunoff. Uno de los ejemplares 
              más preciados de la colección de Salomón era una cartilla de cuatro 
              hojas con dos odas de Pablo Neruda: a la pantera negra y a la mariposa. 
              En la parte trasera, un autógrafo con la inconfundible tinta verde 
              que solía utilizar el Premio Nobel chileno: 'Para Guerchunoff. Su 
              amigo, Pablo'. 
              
            "En 1956, Neruda había decidido pasar unos días en 
              Villa del Totoral, que es una población cercana. Y se quiso organizar 
              un recital, pero estábamos en la dictadura de Aramburu, y no se 
              le facilitó el principal escenario de la ciudad, que era el teatro 
              San Martín. Así que mi papá, junto a otras personas, movieron cielo 
              y tierra para que el poeta se pudiera presentar en otro espacio", 
              relata Luis. Para recompensar los esfuerzos de los implicados, Neruda 
              encargó en una imprenta local 500 ejemplares de un cuadernillo con 
              las dos odas. "Y le dedicó uno especialmente a mi papá", anota Ana. 
              "Aunque nosotros no recordábamos haberlo metido en la pared, mi 
              papá tenía la certeza de que ahí estaba". Eva, que era arquitecta, 
              se encargó de tapiar el muro y terminar todo con prolijidad de cirujana 
              para evitar que se notara que en esa superficie se había abierto 
              un agujero. Menos de un año después, en mayo de 1977, los militares 
              se llevaron a Salomón. "Lo enviaron a La Perla, que después sería 
              conocido como un centro clandestino de torturas. Allí pasó cinco 
              años". Los cuatro hermanos recuerdan con precisión milimétrica el 
              día que tuvieron que salir de esa casa: "Al quedarse sola y siendo 
              esposa de un sindicado por el gobierno, mi mamá no pudo sostenerse 
              y se vio obligada a malvender la casa", apunta Ana. "Tuvimos que 
              llevarnos las cosas en sábanas porque no teníamos plata para la 
              mudanza. Mi papá estaba secuestrado. Fue muy doloroso", señala Beatriz, 
              la hermana mayor. 
              
            A mediados de 2008 fueron recuperados los libros, 
              que estaban en perfecto estado. 
            En los años siguiente, Eva y los cinco hermanos vivieron 
              como pudieron en diferentes sitios. En 1982, Salomón fue liberado 
              y, ya con el régimen militar de salida, lo primero que hizo fue 
              acercarse al nuevo dueño de la casa para que le diera permiso para 
              romper la pared y sacar sus libros. "El tipo se negó a dejarlo entrar", 
              cuenta Ana. "Entonces mi papá, frustrado, nos dio una orden a todos: 
              'Nos olvidamos de los libros. Acá cerramos esa historia'". "Pero 
              él a menudo se acordaba de sus odas de Neruda y no podía evitar 
              referirse a la casa de 'ese señor'", rememora Luis. Eva murió en 
              1994 y Salomón, en 2002. Nora y Beatriz se marcharon a Israel y 
              Ana, Luis y Roberto formaron familia y se instalaron en distintos 
              lugares de Córdoba. Nunca más volvieron a la casa. En 2008, mientras 
              Ana visitaba una oficina en el centro de la ciudad como parte de 
              su trabajo en el Ministerio de Justicia, se le acercó una mujer 
              que le pidió hablar en privado. "Me preguntó si yo era Ana Guerchunoff, 
              la de la casa de los libros perdidos. Yo me quedé muda, y pensé 
              '¡Claro, los libros de papá!'". La mujer, que era inquilina de la 
              casa desde hacía un par de años, le contó que en el barrio se había 
              corrido el rumor de que dentro de los muros había libros. "Me dijo 
              que era como un fantasma y que para ella era muy difícil vivir en 
              una casa donde sabía que había una biblioteca metida en la pared". 
              
            Los libros después de ser sacados del muro. 
            Le dijo que iban a abrirla. La noticia tomó por sorpresa 
              a los hermanos. Beatriz y Nora desde Jerusalén dijeron enfáticamente 
              que querían estar presentes cuando picaran esos muros. Pero la urgencia 
              ganó: la mujer les dijo que tenían que sacar los libros lo más pronto 
              posible antes de que se enterara el dueño, que era el mismo que 
              le había negado la entrada a Salomón. "Fue de un día para otro que 
              tuvimos que ir con un albañil y romper. No dio tiempo para que llegaran 
              Nora y Beatriz", anota Luis. Fue un procedimiento simple: el albañil 
              dio dos golpes con el cincel y abrió un hueco en la pared de ladrillos 
              secos. Y ellos vieron el prodigio a través de la perforación. Los 
              libros estaban intactos, legibles, como si los hubieran puesto allí 
              el día anterior y no 30 años antes. "Mamá había hecho un buen trabajo", 
              dice Ana. "Estábamos aturdidos, no solo por el estado de los libros, 
              sino por todo el peso emocional que tenían, porque los libros son 
              parte de uno. Conservaban parte del olor que tenía la casa cuando 
              vivíamos allí, así que más que pensar en los libros, comenzamos 
              a rememorar todo lo que vivimos esos años", señala Luis. En medio 
              del nublamiento por la nostalgia, uno de los hijos de la inquilina 
              levantó el documento de Neruda y se quedó mirándolo con especial 
              interés. 
              
            "¿Y esto qué es?", preguntó. "Era el cuadernillo. 
              Estaba tal cual yo me lo acordaba, así que se lo quité y le dije 
              'Nada. Papeles viejos'... y me lo quedé", prosigue Luis. Los tres 
              hermanos pensaron que solo iban a encontrar fragmentos de lo que 
              habían dejado y, como aquella vez que salieron de la casa tres décadas 
              atrás, se tuvieron que llevar los libros en sábanas. Nora, la menor, 
              permanece callada. Apenas mira, en silencio, como sus hermanos hacen 
              el relato, pero al final estalla. Pone su cabeza en el hombro de 
              Beatriz para que no se le vean los ojos. "Que sacaran los libros 
              fue liberador para mí. Mi infancia se había quedado entre esos muros, 
              con esos libros que la dictadura nos obligó a guardar y que secuestró 
              a mi papá", concluye. 
            "Sentí que me encontraba de nuevo con esa niña de 
              9 años que se había muerto un poco cuando tuvimos que salir de esa 
              casa sin libros para llevar". 
            
            Cuando abrió los ojos, Luis Costa vio a tres soldados 
              de la Marina chilena apuntándole a la cara con sus fusiles G-3. 
              "Me agarraron", fue lo primero que pensó. Detrás de la fila de fusileros 
              ingresó el comandante, que le inspeccionó el rostro y, después de 
              descartar que fuera la persona que estaban buscando - un hombre 
              albino y de mucha más edad-, le dijo: "Siga descansando, ahora lo 
              que nos interesa son sus libros". Seis meses antes, el 11 de septiembre 
              de 1973, Pinochet había derrocado el gobierno de Salvador Allende 
              y, por cuenta de su militancia en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria 
              (MIR), Costa estaba viviendo en la clandestinidad. Casi 50 años 
              después, en su casa de de Quilpué, un municipio a 10 kilómetros 
              de Valparaíso, la segunda ciudad de Chile, Costa señala un asiento 
              rústico de madera que tiene el respaldo en ángulo recto. "En esa 
              silla se sentaba Bautista Van Schouwen, el Baucha, (uno de los comandantes 
              históricos del MIR) cuando hacíamos las reuniones en mi casa. Decía 
              que le ayudaba con el dolor de espalda". Fue precisamente El Baucha 
              quien le dio las primeras indicaciones una vez se consumó el golpe 
              de Pinochet: esconderse, sobrevivir y si no era posible salvarlas 
              deshacerse de las bibliotecas de sus compañeros lo más pronto posible. 
              
            La casa de Luis Costa es una colección de su vida 
              en la militancia política. Y la fotografía. 
            "Durante los años de la Unidad Popular de Salvador 
              Allende hubo un apogeo del libro. Y muchos aprovechamos eso para 
              adquirir textos de literatura política para formarnos", cuenta. 
              "Sin embargo, el golpe de Pinochet fue tan certero que en menos 
              de un día el MIR ya estaba desarticulado, así que la principal misión 
              y casi la única que podíamos ejecutar era esconder o, tristemente, 
              destruir las bibliotecas de nuestros compañeros para evitar que 
              los pudieran incriminar. Tener un libro que fuese considerado peligroso 
              era suficiente para ser detenido", explica. Destruir los ejemplares 
              se convirtió en un asunto de vida y muerte, y aunque era un acto 
              triste al menos evitaba que cayeran en manos de los militares. Fue 
              una tarea de prueba y error: comenzaron por sumergir los libros 
              en las bañeras o en los lavamanos de las casas para que las hojas 
              se ablandaran y luego poder tirarlas por el inodoro. "Pero las cañerías 
              se tapaban con facilidad", cuenta Costa. "Así que tuvimos que pasar 
              a quemarlos". "Primero lo intentamos en el horno y en las hornillas 
              de la cocina, pero nos tomaba mucho tiempo quemar cada libro". Con 
              el tiempo, accedieron al último recurso: hacer hogueras en la noche 
              "para evitar que la gente sintiera el humo y nos denunciara". Sin 
              embargo, él no quemó todo. Pese al peligro que representaba, hubo 
              ejemplares que pudo salvar. Como impulsado por un resorte, Costa 
              detiene su relato y atraviesa su taller, un espacio repleto de objetos 
              y recuerdos de sus años de militante, que repartió entre sus familiares 
              y amigos cuando debió irse al exilio, después de un paso por los 
              centros de detención de Villa Grimaldi y Tres Álamos.  
              
            Y que luego recuperó. Sube las escaleras que conducen 
              al segundo piso, a su cuarto. Allí tiene ahora su biblioteca, de 
              donde saca un libro forrado con una lámina negra. "Había libros 
              que eran muy personales o muy útiles, que nos arriesgamos a preservar. 
              Este por ejemplo", dice mientras abre y permite ver el título, "Manual 
              del guerrilero urbano", del brasileño Carlos Marighella. "Era muy 
              útil para las tareas de clandestinidad que estábamos llevando a 
              cabo en esos días". Pero también se vio obligado a recurrir a tácticas 
              extremas para salvar su vida y la de sus compañeros. La mañana en 
              que despertó con la boca de los fusiles apuntándole, Costa estaba 
              de paso en la casa de una familia que vivía en Villa Alemana, un 
              municipio a unos 30 kilómetros de Valparaíso. 
            La familia, que no tenía ninguna relación con él, 
              hacía parte de la red de personas que apoyaban a los militantes 
              de la izquierda. Le habían organizado una cama improvisada en el 
              único cuarto disponible: una pequeña biblioteca ubicada en el primer 
              piso. Ahí estaba durmiendo cuando lo sorprendió el pelotón de la 
              Marina. Costa obedeció al comandante y se acostó sin dejar de temblar. 
              Pero en medio de su vigilia, el militar lo volvió a molestar. "Joven, 
              ¿me puede explicar de qué trata este libro?", le preguntó y le pasó 
              un volumen que tenía un título llamativo, "Cibernética y la Revolución 
              Industrial". Costa se incorporó y le explicó brevemente, con lo 
              que recordaba de su paso por la universidad Santa María, que se 
              trataba del estudio de los sistemas que controlan las máquinas. 
              El uniformado hizo un gesto brumoso y puso el volumen aparte con 
              la orden de confiscar. "Interesante. Pero está el tema de la revolución 
              y eso es peligroso", dijo. 
              
            Luis Costa durante sus años de exilio tras ser expulsado 
              de Chile. 
            Al volver a recostarse, Costa se dio cuenta de que 
              encima de la mesa de noche, también improvisada, había un cuadernillo 
              de 30 hojas de papel de arroz para enrollar cigarrillos donde estaba 
              descrita la situación de la Secretaría General del MIR, que le había 
              llegado esa misma tarde. Agarró el documento en medio de un descuido 
              de los soldados, lo desgarró con sigilo, se lo metió en la boca 
              y comenzó a masticarlo disimuladamente. "Primero traté de humedecerlo 
              con la saliva, pero fue muy difícil, porque eran 30 hojas", relata. 
              "Me costó porque además no quería hacer ningún ruido". Costa recuerda 
              que todo eso pasaba con los militares ahí al lado. Él intentando 
              hacer desaparecer el documento y ellos buscando libros por el cuarto. 
              "No me acuerdo cuánto me tardé, pero finalmente logré tragarme todo". 
              "No me hizo daño de estómago ni nada, pero lo que sí me quedó fue 
              una sensación extraña en la boca, como de tinta seca, que siempre 
              defino como mi primera experiencia con la literatura gastronómica", 
              concluye con una cuota de humor e ironía. 
            
            Marjorie Mardones deja navegar sus dedos por una estantería 
              de libros de segunda mano como una niña en la juguetería. Ella es 
              bibliotecaria en el centro de Quilpué y docente de la Universidad 
              de Playa Ancha y en los últimos años se ha puesto la tarea de averiguar 
              qué pasó con miles de libros que fueron censurados y destruidos 
              en esta región chilena durante el régimen de Pinochet. 
            Por esa razón se pasea con su entusiasmo de rescatista 
              por esta librería: más que novedades, busca sobrevivientes. Cualquier 
              pista le sirve: un título con inclinaciones políticas publicado 
              en décadas anteriores, el sello de una editorial perseguida. Una 
              portada engañosa. Una tapa forrada para esconder el título original. 
              "Mi idea es buscar estos libros, que fueron sacados de sus bibliotecas 
              por ser considerados peligrosos y hacer que regresen a un estante, 
              a una biblioteca, que es su lugar" En su bolso, Mardones lleva uno 
              de los hallazgos que hizo en los últimos años, un ejemplar que pone 
              en evidencia una de las maniobras que se utilizaron para salvar 
              los libros del apocalipsis: el camuflaje. El libro está contenido 
              en una portada, azul celeste, que lleva impreso "La poesía de Nicanor 
              Parra: anejos de estudios Filológicos No. 4". Pero al abrirlo, otro 
              título: "Trotsky, el gran organizador de derrotas", que ella sospecha 
              fue publicado por una editorial soviética que aprovechando el apogeo 
              del libro en Chile comenzó a publicar títulos en español, aunque 
              sus talleres estuvieran en una calle de Moscú. 
              
            Augusto Pinochet lideró Chile con mano dura entre 
              1973 y 1990. 
            "Era un método muy artesanal, le retiraban la portada 
              con mucha delicadeza para evitar dañar el lomo y que después no 
              se pudiera utilizar -señala el borde del libro- y después pegaban 
              la nueva portada, que también había sido retirada de igual forma 
              de un libro menos peligroso. Se hacía con libros muy específicos 
              o que para su dueño eran importantes porque era un proceso muy dispendioso 
              y no se podía aplicar para todos los libros". Su investigación terminó 
              en una exposición en 2017 en la universidad de Playa Ancha sobre 
              los libros perseguidos en Valparaíso, en la que exhibieron no sólo 
              los libros sino los relatos de cómo habían sobrevivido. "Demostramos 
              que lo que vimos en Chile fue una destrucción fundamentalista del 
              libro. Como se perseguían personas, se perseguían ideas", agrega. 
              "Y fue una advertencia de lo que iba a venir. Como decía el poeta 
              alemán Heinrich Heine, 'donde se queman libros también se terminan 
              quemando personas'". Mardones cita el ensayo "Desear, poseer, enloquecer", 
              en donde el reconocido semiólogo italiano Umberto Eco, fallecido 
              en 2016, señala tres formas de biblioclastia o destrucción de libros: 
              la biblioclastia fundamentalista, por incuria o por interés. "Eco 
              lo señala con claridad: 'El biblioclasta fundamentalista no odia 
              los libros como objeto, teme por su contenido y no quiere que otros 
              los lean. Además de un criminal, es un loco, por el fanatismo que 
              lo anima. La historia registra pocos casos extraordinarios de biblioclastia, 
              como el incendio de la biblioteca de Alejandría o las hogueras nazis'", 
              recita Mardones y añade: "Y las dictaduras en el Cono Sur". 
              
            "La quema de libros fue una advertencia de lo 
              que iba a venir. Como decía Heinrich Heine, donde se queman libros 
              también se terminan quemando personas". 
              
            "Después de esa destrucción, de ese apagón cultural 
              como lo llaman muchos, lo que hizo la dictadura fue crear una cultura 
              del consumo rápido, donde el libro ya no tiene cabida", anota. Para 
              hacer gráfico lo que acaba de relatar, pronuncia un nombre que parece 
              un animal mitólogico: "Editorial Quimantú". A unos 90 kilómetros 
              de allí, Ramón Castillo, saca un libro de su colección: es un ejemplar 
              pequeño en cuya portada se puede ver un hombre que carga un busto 
              de Napoleón. Es "Sherlock Holmes y el misterio de los seis bustos", 
              pero él se concentra en el logo de la editorial que lo publicó: 
              un círculo con representaciones indígenas que rodean una "q" minúscula. 
              "Este es un libro de la editorial nacional Quimantú, de la colección 
              minilibros", dice con entusiasmo. Además de ser académico de la 
              facultad de Arte de la Universidad Diego Portales, Castillo también 
              ha seguido la vocación de rescatista de Mardones: frente a él, en 
              la mesa del living de su casa en el barrio Bellavista de Santiago, 
              reposa una montaña de libros. La mayoría de ellos con el sello de 
              la Quimantú. Tras la llegada al poder de Salvador Allende en el 
              1970, entre muchas medidas que se implementaron hubo una que tuvo 
              como empeño popularizar el libro. Para eso se adquirió una editorial 
              estatal, controlada por los trabajadores, que llegaría a producir 
              11 millones de libros en tres años. No solo era literatura universal 
              como el libro de Sherlock: en los últimos años, Castillo ha logrado 
              recuperar ejemplares con títulos más combativos, como "Qué es el 
              materialismo histórico", firmado por Marta Hernecker, y una recopilación 
              de la revista "Cabro Chico", dedicada a los niños. 
              
            El camuflaje de libros, bajo una nueva portada "inofensiva", 
              fue una forma de preservar su contenido. 
            "Tuvo un alcance enorme. Uno de los empleados de la 
              Quimantú nos contó una historia que lo retrata: después de una donación 
              a varios centro educativos que estaban fuera de la capital, un profesor 
              llamó para agradecer el gesto, pero sobre todo para pedir humildemente 
              que también le enviaran estantes, porque era la primera vez que 
              tenían libros en la escuela". Una vez ocurrió el golpe, Pinochet 
              y los militares que lo acompañaban llevaron adelante una persecución 
              sistemática de títulos que consideraban peligrosos (de hecho, se 
              hacían transmisiones televisivas con las quemas de libros y se convocaban 
              ruedas de prensa para anunciarlas), pero sobre todo, de los libros 
              de la Quimantú.  
              
            La colección de minilibros de la editorial Quimantú. 
            En pocos meses le habían cambiado el nombre (Editorial 
              Gabriela Mistral) y la mayoría de los libros fueron destruidos. 
              Pero él insiste en hacer eco de un solo objetivo que resume en: 
              "Muchas personas tuvieron la valentía de preservar algo que creían 
              era algo más que un libro, que destruirlo era como destruirse a 
              ellos mismos. Yo solo quiero que los libros vuelvan a tener un estante 
              para que no se olvide lo que pasó". 
            La persecución a los libros durante los regímenes 
              militares en Argentina y Chile, en el caso de Chile, tras el golpe 
              de Estado del 11 de septiembre de 1973, se inició una destrucción 
              de libros que eran considerados "subversivos" en bibliotecas públicas, 
              universidades, algunas viviendas y librerías. Esto condujo a un 
              proceso de autocensura, en el que muchos civiles destruyeron o escondieron 
              numerosos ejemplares de sus bibliotecas personales para evitar ser 
              incriminados por los militares. La siguiente fase del régimen fue 
              la censura previa. Aunque ya realizaba operaciones de censura, es 
              en 1976 cuando el gobierno militar establece la Dirección Nacional 
              de Comunicaciones, Dinaco. Todos los contenidos culturales producidos 
              en el país debían pasar por esta oficina para su aprobación. En 
              Argentina, el proceso es diferente. Cuando ocurre el golpe de Estado 
              de marzo de 1976, de inmediato se establece un control sobre la 
              producción de libros. Se llegan a prohibir más de 125 títulos que 
              estaban en contra de los "valores nacionales" que quería promover 
              el proceso de reorganización de la junta cívico militar. Hubo quemas 
              de libros. La más significativa ocurrió el 26 de junio de 1980 en 
              el partido de Sarandí, en la provincia de Buenos Aires, donde cerca 
              de un millón y medio de libros fueron quemados. Hubo una especial 
              persecución a los libros infantiles. Por ejemplo, el libro de cuentos 
              "Torre de cubos", de la escritora Laura Devetach, se prohibió mediante 
              decreto en el que se señalaba que su contenido "de fantasía ilimitada" 
              podía ser nocivo para los niños. 
            
            Después de diez años de dictadura, Augusto Pinochet 
              emitió una lista con los nombres de los desterrados a los que ya 
              se les permitiría regresar a Chile. Miguel Littín no se encuentra 
              en esta lista, halla su nombre en otra lista de personas a las cuales 
              se les prohíbe visitar el país. Este hecho convence a Miguel que 
              la única manera de retornar a su querida patria es mediante el uso 
              de un pasaporte falso, una profesión y una excusa falsas, y más 
              aún, con una esposa falsa. Durante su visita, Littín, haciéndose 
              pasar por un hombre de negocios uruguayo, dirige tres equipos de 
              filmación para la realización de un documental sobre la vida en 
              Chile bajo la dictadura. Filma entrevistas con chilenos comunes 
              y corrientes y con gente de movimientos de la resistencia que operan 
              en forma clandestina. Obtiene una entrevista con un líder de la 
              insurgencia cuando es conducido con los ojos vendados hacia un hospital 
              clandestino donde el líder se encuentra recluido después de haber 
              sido rescatado de un hospital público por un escuadrón subversivo 
              donde se reponía de la heridas causadas por un intento de asesinato 
              orquestado por la policía secreta de Pinochet. Miguel tiene éxito 
              en su misión y abandona Chile en un momento en que las autoridades 
              habían descubierto su presencia y detectives lo vigilaban en el 
              aeropuerto. La realización del documental tenía como propósito mostrar 
              al mundo la brutal represión y avergonzar al régimen de Pinochet 
              al revelar las redes de gente joven trabajando en Chile para tumbar 
              la dictadura. 
              
            La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile 
              (1986) es un libro de Gabriel García Márquez. Relata la visita clandestina 
              del director de cine chileno Miguel Littín en 1985 a su país natal 
              tras 12 años en el exilio. 
            El libro fue publicado en 1986. En febrero de 1987, 
              el Ministerio del Interior reconoció haber quemado 15.000 copias 
              de la primera edición de La aventura de Miguel Littín clandestino 
              en Chile el 28 de noviembre de 1986 en Valparaíso por órdenes de 
              Augusto Pinochet. 
            El 28 de octubre de 1986, después de varios días de 
              viaje, el Peban, un vapor de bandera panameña, atracó finalmente 
              en el puerto chileno de Valparaíso. Mientras se preparaba para diligenciar 
              los papeles de aduana, la tripulación recibió la noticia de que 
              se procedería con la incautación de una parte del cargamento. El 
              capitán, que estaba seguro de que todo lo que llevaba en su barco 
              estaba en regla, preguntó cuál era la mercancía que iban a retener. 
              La respuesta oficial fue la que menos esperaba: "Los libros", específicamente, 
              15.000 ejemplares de "La aventura de Miguel Littín clandestino en 
              Chile", escrito por el ganador del premio Nobel de Literatura Gabriel 
              García Márquez que habían sido enviados desde el puerto de Buenaventura, 
              en Colombia. Y que debían llegar a manos de Arturo Navarro, el representante 
              de la editorial Oveja Negra -que publicaba los libros del Nobel 
              en aquellos años- en Chile. El libro narraba las peripecias que 
              había que tenido que sortear el cineasta chileno Miguel Littín, 
              quien vivía en el exilio desde el golpe de Estado que llevó a Augusto 
              Pinochet al poder en 1973. Littín había vuelto a Chile durante dos 
              semanas en 1985 para filmar en la clandestinidad un documental sobre 
              lo que estaba pasando en el país 12 años después de la irrupción 
              militar. 
              
            Arturo Navarro era el representante de la editorial 
              Oveja Negra en Chile. 
            Luego estrenaría el documental "Acta Central de Chile" 
              en el Festival de Cine de Venecia del 86. Pero el libro de García 
              Márquez iba más allá: contaba sobre todo detalles que no aparecían 
              en la cinta como por ejemplo el encuentro de Littín, quien se había 
              hecho pasar por un empresario uruguayo, con el propio Pinochet en 
              los pasillos del Palacio de la Moneda, donde el presidente de facto 
              no lo reconoció. "Yo me enteré de la incautación de los libros dos 
              semanas después porque estaba fuera del país", recuerda Arturo Navarro 
              tomándose un café bajo la nave central del Museo Nacional de la 
              Memoria en el corazón de Santiago. Navarro había regresado de un 
              viaje por EE.UU. a visitar a su familia cuando se encontró con un 
              mensaje de alerta en el contestador automático de su casa. Era de 
              su agente aduanero y le describía una situación crítica: "Arturo, 
              me dicen que los libros fueron quemados". 
            Para Navarro, el cargamento era fundamental: era el 
              principal producto que esperaba exponer durante la feria del libro 
              de Santiago, que se iba a celebrar pocas semanas después del incidente. 
              Él, que había sido empleado de la Editorial Nacional Quimantú (ampliamente 
              perseguida por el régimen) y había visto a los militares ejercer 
              la destrucción de libros en primera fila, también sabía que el régimen 
              de Pinochet había flexibilizado sus políticas de censura. En ese 
              contexto, creyó que la incautación debía ser más un malentendido 
              que un acto de represión y decidió viajar a Valparaíso para resolver 
              el problema personalmente. "El libro ya había sido publicado en 
              capítulos en Chile por una revista (Análisis) meses antes", señala 
              Navarro. "Sin embargo, lo que me preocupaba es que de acuerdo a 
              la prensa, la incautación de los libros se debía al mal estado de 
              los contenedores, que me parecía una disculpa inusual". 
              
            La noticia apareció en el diario neerlandés NCR. 
            Los ejemplares habían quedado bajo el control de la 
              jefatura de Zona en Estado de Emergencia, a cargo de militares. 
              Cuando Navarro se acercó al edificio castrense donde podría intentar 
              rescatar los libros, percibió de inmediato la tensión que se sentía 
              dentro del gobierno por esos días: un mes y medio antes, el 7 de 
              septiembre, militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez habían 
              estado muy cerca de acabar con la vida de Augusto Pinochet, en un 
              feroz atentado cuando este regresaba a Santiago desde su residencia 
              en el Cajón del Maipó, a unos 50 kilómetros de la capital. El asalto 
              había dejado cinco escoltas muertos y varios heridos. "En el edificio 
              logré hablar con un militar de rango medio al que le pedí que al 
              menos me permitiera devolver los libros a Lima", señala. "Pero después 
              de hacer un par de llamadas, finalmente me dijo 'Navarro, no se 
              preocupe, que los libros ya los quemamos'". La versión en los medios 
              se mantenía: contenedores en mal estado, lo que podría explicar 
              la incautación, pero nunca la incineración. Para Navarro era claro 
              que la orden había venido de arriba y, aunque no tuviera pruebas, 
              no se iba a quedar quieto hasta que la gente supiera que el régimen 
              de Pinochet había mandado a quemar 15.000 volúmenes de nada menos 
              que un premio Nobel. 
              
            Este es uno de los pocos documentos donde el régimen 
              de Pinochet aceptó que había quemado libros. 
            "Yo sigo sosteniendo que esto fue un capricho de Pinochet: 
              no quería ver un libro, mucho menos después del atentado, en el 
              que básicamente describe cómo le habían metido los dedos en la boca", 
              afirma Navarro. La noticia lo dejó abatido y sin ejemplares para 
              la feria. Entonces convocó a ruedas de prensa para dar a conocer 
              lo que había pasado, hizo la denuncia pertinente ante la Cámara 
              Chilena del Libro y aunque dentro del país no hubo mucho eco, en 
              el mundo sí publicaron la noticia. Navarro guarda recortes de prensa 
              de medios de Grecia, Holanda y Estados Unidos que hablan de los 
              ejemplares calcinados. Pero quedaba por saber qué era realmente 
              lo que había pasado. "Yo de verdad no creía nada de lo que me habían 
              dicho. Ni siquiera que los habían quemado". Uno de sus colegas le 
              recomendó que el mejor camino para obtener una respuesta del régimen 
              era la vía diplomática, por lo que decidió acudir a la embajada 
              de Colombia, país de donde originalmente habían salido los libros. 
              "Ahí conocí a Libardo Buitrago, el cónsul colombiano, quien se ofreció 
              a ayudarme". 
              
            Miguel Ernesto Littín Cucumides es un director de 
              cine, televisión, guionista y escritor chileno de orígenes palestino 
              y griego. 
            Poco después, gracias a la presión de un país extranjero, 
              le llegó al cónsul un papel muy revelador, una carta fechada del 
              9 de enero de 1987, firmada por el vicealmirante John Howard Balaresque, 
              en la que no solo se confirma la incineración de los libros sino 
              también las razones: a los ejemplares de "La aventura de Miguel 
              Littín clandestino en Chile" se les impuso "una medida de censura 
              previa" por considerar que el contenido "transgredía abiertamente 
              las disposiciones constitucionales". "Ese papel es el único documento 
              oficial que existe en el que el régimen de Pinochet acepta que quemó 
              libros y que lo hizo por censura. Algo imposible de obtener en esos 
              tiempos", relata Navarro. "Y ahora está acá, en el Museo de la Memoria". 
              El documento, con firma oficial, le sirvió a la editorial Oveja 
              para poder cobrar el seguro por la pérdida, pero además implantó 
              en la cabeza de Navarro una certeza que no lo abandonó nunca más: 
              la cultura sería clave en el fin del régimen. "Esta represión a 
              los libros, a la cultura, se daría vuelta y terminaría siendo uno 
              de los principales motivos por los que Pinochet saldría del poder. 
              Porque fueron los cantantes, los artistas, los escritores quienes 
              serían fundamentales en la campaña de votar No en el plebiscito 
              de 1988 que acabaría con la dictadura", concluye. 
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