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24 - Febrero - 2020
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De todos es sabido que la peste Negra devastó el continente europeo en el siglo XIV, diezmando a un tercio de sus habitantes (a nivel mundial posiblemente causó la muerte del 20% del total de la población, unos cien millones de personas). Inglaterra no fue una excepción, y entre 1348 y 1349, la terrible plaga acabó con casi la mitad de su población. En las grandes ciudades se cavaron fosas comunes para enterrar a los fallecidos, que se contaban por millares. Pero esto no sólo sucedió en los grandes núcleos urbanos, sino que las comunidades rurales también tuvieron que cavar fosas para hacer frente a las innumerables defunciones causadas por la plaga. Este extremo, hasta ahora desconocido, es lo que acaba de descubrir un grupo de investigadores de la Universidad de Sheffield, liderado por Hugh Willmott. El equipo ha descubierto en la abadía de Thornton, en Liconshire, una fosa común en la que fueron enterradas 48 personas, entre ellas 21 niños, todas ellas fallecidas a causa de esta terrible enfermedad.

La abadía de Thornton se fundó en 1139 y se convirtió en uno de los monasterios más ricos de Inglaterra hasta que fue clausurada el 12 de diciembre de 1539 a raíz de la disolución de las instituciones monásticas llevada a cabo por el rey Enrique VIII.

Los investigadores creen que en la abadía de Thornton había un hospital medieval abrumado por la gran cantidad de enfermos de peste Negra, lo que les obligó a cavar la fosa común. Esto sugiere que las instituciones normales se vieron superadas por el aluvión de enfermos. Al igual que los grandes núcleos urbanos, las comunidades rurales también tuvieron que cavar fosas comunes para hacer frente a las innumerables defunciones causadas por la plaga.

La Universidad de Sheffield inició las excavaciones arqueológicas aquí en 2011. Al principio, se pensó que las estructuras que salieron a la luz pertenecían a una vivienda erigida en el lugar tras el cierre del monasterio. Pero la sorpresa de los arqueólogos fue mayúscula cuando, durante las campañas de excavación llevadas a cabo entre los años 2013 y 2014, se descubrió la fosa común con los 48 cuerpos. Pero los arqueólogos piensan que tal vez incluso hubo más gente enterrada en la fosa: "Todos los rangos de edad están representados entre las víctimas, excepto los bebés. Aunque esto se puede deber a que sus huesos, más blandos, no se conservaron en el suelo áspero". La investigación reveló que todas estas personas fueron enterradas en un corto período de tiempo, tal vez unos pocos días.

La peste, según el autor árabe Ibn al-Wardi, pudo tener origen en el «País de la Oscuridad», el kanato de la Horda de Oro, en territorio del actual Uzbekistán. Desde los puertos a las zonas interiores, la terrible plaga procedente de Asia se extendió por toda Europa en poco tiempo, ayudada por las pésimas condiciones higiénicas, la mala alimentación y los elementales conocimientos médicos.

Los arqueólogos, que acaban de publicar los resultados de la investigación en la revista Antiquity, creen que en la abadía de Thornton había "un hospital medieval abrumado por la gran cantidad de enfermos de peste Negra [el análisis de los dientes de 16 individuos ha revelado que contrajeron la peste], lo que les obligó a cavar la fosa común. Esto sugiere que las instituciones normales se vieron superadas por el aluvión de enfermos, lo que obligó a los afectados a acudir a la abadía cercana y al hospital asociado como último recurso. Sin embargo, esto tampoco sirvió para frenar el avance de la peste, por lo que no tuvieron más remedio que cavar esta fosa".

El análisis por radiocarbono de los restos arrojó una datación en torno al momento álgido de la epidemia en el siglo XIV. Además, la cepa de la bacteria Yersinia pestis hallada en Thornton está estrechamente relacionada con la que se encontró en algunos cadáveres enterrados en fosas comunes descubiertas en Londres pertenecientes al mismo período, lo que sugiere que todas estas personas fueron víctimas del mismo brote.

Así, según creen los expertos, "la abadía de Thornton se vio inundada de víctimas de la peste hasta el punto de que ya no pudieron seguir con el ritmo de los entierros. Los registros de la iglesia indican que había un hospital extramuros del monasterio, parte del cual ya ha sido excavado, y que pudo haber sido el destino final de los enfermos". A pesar de todo, los muertos fueron cuidadosamente colocados en la fosa, unos junto a otros, sin amontonarlos, y cada uno fue envuelto en un sudario, lo que demuestra la importancia que se daba en la época a procurar a todo el mundo un buen entierro cristiano. Así, y aunque "los recursos de la abadía de Thornton se agotaron, los monjes se encargaron igualmente de enterrar a las personas lo mejor que pudieron", concluyen los arqueólogos.

A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia de peste de la historia de Europa, tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano (siglos VI-VII). Desde entonces la peste negra se convirtió en una inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su último brote a principios del siglo XVIII. Sin embargo, el mal jamás se volvió a manifestar con la virulencia de 1346-1353, cuando impregnó la conciencia y la conducta de las gentes, lo que no es de extrañar. Por entonces había otras enfermedades endémicas que azotaban constantemente a la población, como la disentería, la gripe, el sarampión y la lepra, la más temida.

Pero la peste tuvo un impacto pavoroso: por un lado, era un huésped inesperado, desconocido y fatal, del cual se ignoraba tanto su origen como su terapia; por otro lado, afectaba a todos, sin distinguir apenas entre pobres y ricos. Quizá por esto último, porque afectaba a los mendigos, pero no se detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las fuentes escritas, en las que encontramos descripciones tan exageradas como apocalípticas.

Sobre el origen de las enfermedades contagiosas circulaban en la Edad Media explicaciones muy diversas. Algunas, heredadas de la medicina clásica griega, atribuían el mal a los miasmas, es decir, a la corrupción del aire provocada por la emanación de materia orgánica en descomposición, la cual se transmitía al cuerpo humano a través de la respiración o por contacto con la piel. Hubo quienes imaginaron que la peste podía tener un origen astrológico –ya fuese la conjunción de determinados planetas, los eclipses o bien el paso de cometas– o bien geológico, como producto de erupciones volcánicas y movimientos sísmicos que liberaban gases y efluvios tóxicos.

Todos estos hechos se consideraban fenómenos sobrenaturales achacables a la cólera divina por los pecados de la humanidad.

El triunfo de la muerte. Detalle del óleo de Peter Brueghel.

Únicamente en el siglo XIX se superó la idea de un origen sobrenatural de la peste. El temor a un posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces se había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la investigación científica, y fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la peste era la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos que vivían en esos animales, en especial las pulgas (chenopsylla cheopis), las cuales inoculaban el bacilo a los humanos con su picadura.

La peste era, pues, una zoonosis, una enfermedad que pasa de los animales a los seres humanos. El contagio era fácil porque ratas y humanos estaban presentes en graneros, molinos y casas –lugares en donde se almacenaba o se transformaba el grano del que se alimentan estos roedores–, circulaban por los mismos caminos y se trasladaban con los mismos medios, como los barcos.

La bacteria rondaba los hogares durante un período de entre 16 y 23 días antes de que se manifestaran los primeros síntomas de la enfermedad. Transcurrían entre tres y cinco días más hasta que se produjeran las primeras muertes, y tal vez una semana más hasta que la población no adquiría conciencia plena del problema en toda su dimensión. La enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello, con la inflamación de alguno de los nódulos del sistema linfático acompañada de supuraciones y fiebres altas que provocaban en los enfermos escalofríos, rampas y delirio; el ganglio linfático inflamado recibía el nombre de bubón o carbunco, de donde proviene el término «peste bubónica».

La forma de la enfermedad más corriente era la peste bubónica primaria, pero había otras variantes: la peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, lo que se manifestaba en forma de visibles manchas oscuras en la piel –de ahí el nombre de «muerte negra» que recibió la epidemia–, y la peste neumónica, que afectaba el aparato respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al contagio a través del aire. La peste septicémica y la neumónica no dejaban supervivientes.

La muerte de los cónyuges y los padres que procuraban el sustento, así como la voluntad de disfrutar de la vida mientras se pudiera, extendían las relaciones extraconyugales y la prostitución, incluso entre el clero. En la imagen, burdel medieval, en una miniatura fechada en torno al año 1450.

La peste negra de mediados del siglo XIV se extendió rápidamente por las regiones de la cuenca mediterránea y el resto de Europa en pocos años. El punto de partida se situó en la ciudad comercial de Caffa (actual Feodosia), en la península de Crimea, a orillas del mar Negro. En 1346, Caffa estaba asediada por el ejército mongol, en cuyas filas se manifestó la enfermedad. Se dijo que fueron los mongoles quienes extendieron el contagio a los sitiados arrojando sus muertos mediante catapultas al interior de los muros, pero es más probable que la bacteria penetrara a través de ratas infectadas con las pulgas a cuestas. En todo caso, cuando tuvieron conocimiento de la epidemia, los mercaderes genoveses que mantenían allí una colonia comercial huyeron despavoridos, llevando consigo los bacilos hacia los puntos de destino, en Italia, desde donde se difundió por el resto del continente.

Una de las grandes cuestiones que se plantean es la velocidad de propagación de la peste negra. Algunos historiadores proponen que la modalidad mayoritaria fue la peste neumónica o pulmonar, y que su transmisión a través del aire hizo que el contagio fuera muy rápido. Sin embargo, cuando se afectaban los pulmones y la sangre la muerte se producía de forma segura y en un plazo de horas, de un día como máximo, y a menudo antes de que se desarrollara la tos expectorante, que era el vehículo de transmisión. Por tanto, dada la rápida muerte de los portadores de la enfermedad, el contagio por esta vía sólo podía producirse en un tiempo muy breve, y su expansión sería más lenta.

Los indicios sugieren que la plaga fue, ante todo, de peste bubónica primaria. La transmisión se produjo a través de barcos y personas que transportaban los fatídicos agentes, las ratas y las pulgas infectadas, entre las mercancías o en sus propios cuerpos, y de este modo propagaban la peste, sin darse cuenta, allí donde llegaban. Las grandes ciudades comerciales eran los principales focos de recepción. Desde ellas, la plaga se transmitía a los burgos y las villas cercanas, que, a su vez, irradiaban el mal hacia otros núcleos de población próximos y hacia el campo circundante. Al mismo tiempo, desde las grandes ciudades la epidemia se proyectaba hacia otros centros mercantiles y manufactureros situados a gran distancia en lo que se conoce como «saltos metastásicos», por los que la peste se propagaba a través de las rutas marítimas, fluviales y terrestres del comercio internacional, así como por los caminos de peregrinación.

Estas ciudades, a su vez, se convertían en nuevos epicentros de propagación a escala regional e internacional. La propagación por vía marítima podía alcanzar unos 40 kilómetros diarios, mientras que por vía terrestre oscilaba entre 0,5 y 2 kilómetros, con tendencia a aminorar la marcha en estaciones más frías o latitudes con temperaturas e índices de humedad más bajos. Ello explica que muy pocas regiones se libraran de la plaga; tal vez, sólo Islandia y Finlandia.

A pesar de que muchos contemporáneos huían al campo cuando se detectaba la peste en las ciudades (lo mejor, se decía, era huir pronto y volver tarde), en cierto modo las ciudades eran más seguras, dado que el contagio era más lento porque las pulgas tenían más víctimas a las que atacar. En efecto, se ha constatado que la progresión de las enfermedades infecciosas es más lenta cuanto mayor es la densidad de población, y que la fuga contribuía a propagar el mal sin apenas dejar zonas a salvo; y el campo no escapó de las garras de la epidemia. En cuanto al número de muertes causadas por la peste negra, los estudios recientes arrojan cifras espeluznantes. El índice de mortalidad pudo alcanzar el 60 por ciento en el conjunto de Europa, ya como consecuencia directa de la infección, ya por los efectos indirectos de la desorganización social provocada por la enfermedad, desde las muertes por hambre hasta el fallecimiento de niños y ancianos por abandono o falta de cuidados.

La península Ibérica, por ejemplo, pudo haber pasado de seis millones de habitantes a dos o bien dos y medio, con lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento de la población. Se ha calculado que ésta fue la mortalidad en Navarra, mientras que en Cataluña se situó entre el 50 y el 70 por ciento. Más allá de los Pirineos, los datos abundan en la idea de una catástrofe demográfica. En Perpiñán fallecieron del 58 al 68 por ciento de notarios y jurisperitos; tasas parecidas afectaron al clero de Inglaterra. La Toscana, una región italiana caracterizada por su dinamismo económico, perdió entre el 50 y el 60 por ciento de la población: Siena y San Gimignano, alrededor del 60 por ciento; Prato y Bolonia algo menos, sobre el 45 por ciento, y Florencia vio como de sus 92.000 habitantes quedaban poco más de 37.000. En términos absolutos, los 80 millones de europeos quedaron reducidos a tan sólo 30 entre 1347 y 1353.

En vísperas de la epidemia, se pintó en el Camposanto de Pisa un fresco sobre el Juicio Final cuyas dramáticas imágenes cobraron una relevancia imprevista al término de pocos años.

Los brotes posteriores de la epidemia cortaron de raíz la recuperación demográfica de Europa, que no se consolidó hasta casi una centuria más tarde, a mediados del siglo XV. Para entonces eran perceptibles los efectos indirectos de aquella catástrofe. Durante los decenios que siguieron a la gran epidemia de 1347-1353 se produjo un notorio incremento de los salarios, a causa de la escasez de trabajadores. Hubo, también, una fuerte emigración del campo a las ciudades, que recuperaron su dinamismo. En el campo, un parte de los campesinos pobres pudieron acceder a tierras abandonadas, por lo que creció el número de campesinos con propiedades medianas, lo que dio un nuevo impulso a la economía rural. Así, algunos autores sostienen que la mortandad provocada por la peste pudo haber acelerado el arranque del Renacimiento y el inicio de la «modernización» de Europa.

Este óleo de Pieter Brueghel el Viejo es testimonio de la honda huella que epidemias y guerras dejaron en la conciencia de los europeos. Hacia 1562. Museo del Prado.

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