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20 - Abril - 2020
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Un estudio llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Adelphi, en Nueva York, ha revelado lo que parece una compleja forma de cirugía craneal sobre algunos de los restos humanos descubiertos por los arqueólogos en el yacimiento de Paleokastro, en la isla griega de Tassos. Los huesos pertenecen a cuatro mujeres y seis hombres de elevado estatus social y proporcionan valiosa información sobre las actividades físicas y los traumatismos que sufrieron estas personas.

Al parecer, los restos humanos descubiertos en Paleokastro pertenecen a un grupo de arqueros a caballo que lucharon a las órdenes del Imperio romano de Oriente durante el turbulento período protobizantino, entre los siglos IV al VII d.C. Según el antropólogo Anagnostis Agelarakis, autor del estudio, "el lugar de enterramiento, la arquitectura del templo del lugar (naiskos) y la construcción de las tumbas son espectaculares".

"Las características anatómicas de los esqueletos de los individuos aquí enterrados, tanto hombres como mujeres, sugieren que vivieron vidas exigentes. Los casos más graves de traumatismos de estas personas fueron tratados quirúrgica y ortopédicamente por médicos especialistas en este tipo de problemas. Creemos que se trataba de médicos militares", afirma el antropólogo.

Por lo que respecta a la cirugía craneal realizada sobre uno de los cráneos masculinos descubiertos en el yacimiento, Agelarakis sugiere que "incluso a pesar de la gravedad del caso hubo un importante esfuerzo por parte del cirujano para intentar salvar a este individuo. Posiblemente el herido era un importante personaje de la ciudad".

Agelarakis y sus colegas han podido extraer importantes datos médicos y quirúrgicos, así como paleopatológicos de esta "extraordinaria cirugía de cuello y cráneo, y de los grandes esfuerzos que se llevaron a cabo para realizarla". Posiblemente el arquero sufrió una infección y esa fue la causa de la intervención quirúrgica. Pero a pesar del intento de salvarle la vida, el individuo murió durante la operación o poco tiempo después según los estudios arqueológicos.

Fue en Grecia donde, a partir de la actividad de Hipócrates, la medicina comenzó la búsqueda de una explicación racional de las enfermedades, atendiendo a sus síntomas para formular un diagnóstico y ofrecer el tratamiento más adecuado.

La curación de las heridas de guerra impulsó el desarrollo de la medicina. En la imagen, Aquiles vendando las heridas de Patroclo durante la guerra de Troya. Copa de Sosias. Siglo V a.C.

Higiea, sentada junto a su padre Asclepio, da de comer a una serpiente. Este animal, emblema del dios, era empleado en los rituales curativos de sus santuarios.

En la cabecera del lecho de una mujer enferma aparecen Asclepio, que le impone sus manos, y su hija Higiea. La escena corresponde a un relieve votivo procedente del santuario de este dios en El Pireo, fechado hacia 400 a.C.

Teatro de Epidauro. Este magnífico teatro, del siglo iv a.c. acogía los certámenes en honor del dios de la medicina Asclepio.

La ciudad de Pérgamo, de la que aquí vemos las ruinas del templo de Trajano, albergaba un famoso santuario de Asclepio, donde Galeno comenzó sus estudios de medicina.

Cura de una luxación de la columna vertebral. Peri Arthron. Biblioteca Medicea Laurenciana, Florencia.

Macaón y Podalirio, que atienden a los heridos griegos en la guerra de Troya, son los dos primeros médicos griegos cuyo nombre conocemos. La Ilíada los recuerda como «dos buenos médicos» en el ejército del rey Agamenón. Son hijos del famoso Asclepio (en latín Esculapio), más tarde venerado como dios de la medicina, y héroes muy apreciados tanto por su valor guerrero como por su servicial saber quirúrgico. El médico, llamado iatrós en griego, es, en efecto, según Homero, «un hombre que vale por muchos» (Ilíada, XI, 514), y está calificado socialmente como demioergós, «servidor público», al igual que el adivino, el maestro carpintero o el recitador de poemas. Se trata de un oficio acreditado y sabemos que médicos itinerantes circulaban por la Grecia arcaica. Ya en pleno siglo VI a.C. conocemos el nombre de un famoso médico viajero, Demócedes de Crotona, que, según cuenta Heródoto, acabó sus días en la corte del rey persa Darío I. Pero la figura que marca con su magisterio y sus escritos la etapa que llamamos «técnica» o «científica» de la medicina griega es la de Hipócrates, que vivió más o menos entre 440 y 360 a.C. En su isla natal de Cos fundó la escuela profesional que llevaría su nombre y donde compuso los primeros «tratados hipocráticos», que son el origen del Corpus hipocrático, una variada colección de casi sesenta textos médicos que formaron una biblioteca pionera especializada en la teoría y la práctica de la curación.

El Corpus recoge y examina, con una perspectiva metódica y racional, numerosos datos sobre enfermedades y aspectos varios del arte médico: anatomía, fisiología, ginecología, patología, epidemiología y cirugía. En ellos se pone énfasis en la observación minuciosa de los enfermos y sus dolencias, y se atiende mucho a la dieta y el régimen, lo que no es sorprendente en una ciencia en la que la farmacología es muy elemental y la cirugía interna desempeña un papel muy limitado. Es importante la atención a lo que llamaríamos medicina preventiva y, sobre todo, a la evolución del proceso enfermizo, a los síntomas que permitan conocer sus crisis, dar un pronóstico y orientar la mejoría.

Surge una medicina empírica y racional, sin ningún elemento mágico ni lastre religioso.

Esa concepción de la physis o naturaleza como un conjunto de fenómenos que el estudio debe explicar mediante razones y experimentos es común a los primeros filósofos, los sofistas y los discípulos de Hipócrates. Por ello escriben esos textos en prosa clara y sencilla, contando sus experiencias e interpretando los hechos según una teoría crítica que los abarca y explica, sujeta a discusión científica. El médico intenta curar tomando conciencia de las causas de la enfermedad y expone el método efectivo para enfrentarse a ella. Aquí surge una medicina empírica y racional, sin ningún elemento mágico ni lastre religioso, en claro contraste con tradiciones médicas mucho más antiguas, como la china o la egipcia. Si es muy difícil valorar con criterio actual el nivel científico de esta medicina –que ignora los microbios, la circulación de la sangre o la química moderna–, no deja de ser ejemplar la orientación metódica y objetiva que caracteriza a esta téchne iatriké, el oficio de la curación.

El concepto de salud y enfermedad y el enfoque diagnóstico, terapéutico y ético de la medicina ha sufrido notables cambios en el transcurso de la historia. No es igual el pensamiento médico actual que el de hace tres mil años, ni siquiera es igual en todas las actuales culturas. Hipócrates de Cos (Cos, c. 460 a. C.-Tesalia c. 370 a. C.) fue un médico de la Antigua Grecia que ejerció durante el llamado siglo de Pericles. Está clasificado como una de las figuras más destacadas de la historia de la medicina, y muchos autores se refieren a él como el padre de la medicina.

Frente a esta terapéutica metódica y racional (la de escuelas médicas como la de la isla de Cos; la de la costa de Cnido, en Asia Menor, o la de Crotona, en la península Itálica) aparecen en Grecia otros lugares donde se practica una medicina religiosa en torno a los santuarios del divinizado Asclepio. Allí se promete a los enfermos un tipo distinto de curación, que actúa milagrosamente por la intervención del dios sanador. Impulsados por su fe, los enfermos acudían a los santuarios y se sometían a ciertos cuidados y ritos purificatorios, que solían incluir baños y rezos, y especialmente la incubatio, es decir, el dormir de noche sobre el suelo del recinto sagrado, donde les llegaba, en sueños, la voz divina que los aconsejaba o sanaba.

Es asombrosa la fama del culto de Asclepio y de sus santuarios –en Cos, Epidauro, Atenas y otras ciudades– desarrollada a partir del siglo V a.C. y aumentada en época helenística. Asclepio, hijo de Apolo, era un dios benévolo y de aire compasivo. Las ruinas de algunos santuarios atestiguan su prestigio y su riqueza, como sucede con el de Epidauro, con su magnífico teatro. Por otra parte, las inscripciones conservadas en forma de breves exvotos de los enfermos agradecidos, como los llamados iámata de Epidauro, testimonian múltiples y pintorescas «curaciones» milagrosas del dios.

Parece que los sacerdotes de esos templos de Asclepio se llevaban muy bien con los médicos hipocráticos, y puede que algunos les enviaran a pacientes que creían incurables. En cambio, algunos hipocráticos –como el autor de La enfermedad sagrada, sobre la epilepsia– rechazan rotundamente por charlatanes e impostores a curanderos, magos y brujos que se ofrecían como portadores de remedios mágicos.

El aprendizaje de la técnica médica estaba ligado a un estrecho vínculo personal entre discípulos y maestros, tanto en las escuelas como en la vida profesional. De ahí el interés histórico de un documento como el denominado «juramento hipocrático», que precisa los deberes del médico para con su maestro y su familia, y, por otro lado, los del médico con los enfermos. El futuro médico jura solemnemente –por Asclepio y sus hijas Higiea y Panacea– «respetar a su maestro como a su padre, compartir con él sus bienes, atender a su familia y enseñar a sus hijos la medicina, si quieren aprenderla, así como a otros discípulos, y a nadie más». Por otro lado, se compromete a ejercer el oficio guardando las normas: no dar veneno ni remedios abortivos –ni aunque lo soliciten los pacientes–, no revelar secretos de los enfermos, abstenerse de relaciones sexuales en las casas que se visiten, no hacer operaciones quirúrgicas si no son especialistas ...

Los hipocráticos cuidan mucho la relación de los médicos con los enfermos; consideran que la buena disposición anímica del paciente ayuda a su pronta curación. Les importa mucho el prestigio propio, esa buena fama que el juramento menciona como premio de los cumplidores, frente al castigo de infamia de los otros. Recordemos que quienes practicaban la medicina no tenían un título oficial, sino que debían ganarse la estima de sus clientes –los médicos son los únicos extraños que penetran en los hogares ajenos–, y la confianza era fundamental a la hora de fijar sus honorarios. Algún texto aconseja no comprometerse tratando a enfermos desahuciados, de muerte segura. El médico trata a personas libres y a los esclavos por igual. Sólo en un pasaje Platón advierte que el médico debe explicar bien las causas de sus males a los libres, lo que no es preciso con los esclavos: a éstos basta darles las órdenes y las medicinas, sin explicación.

Hipócrates no dejó su firma en ninguna de las obras del Corpus, aunque muchas llevan el sello de la escuela de Cos. El único texto del que conocemos a su autor es el titulado Sobre la naturaleza del hombre, que escribió Pólibo, yerno de Hipócrates. Este tratado es famoso por una teoría que se suele atribuir a toda la escuela hipocrática: la de los cuatro humores. Se trata de cuatro líquidos presentes en el cuerpo: sangre, bilis, bilis negra y flema, cuyo exceso o falta determina la salud. Unos pocos textos del Corpus se escribieron en la isla vecina de Cnido, donde existió una escuela médica rival. Acaso, como es frecuente en escuelas científicas, se trabajaba en equipo y los asociados no se preocupaban por dejar su firma en los respectivos textos.

Algo después, la tradición médica cobró una nueva perspectiva en Alejandría. Allí, en el Museo, destacaron Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Ceos, que progresaron en los conocimientos de la anatomía y el sistema nervioso, influidos por estudios del filósofo Aristóteles (inventor de la anatomía comparada) y por sus propios análisis, ya que en Alejandría se practicaron disecciones de cuerpos humanos. En Grecia no se hacían, por respeto a prejuicios religiosos. Los griegos diseccionaban sólo animales, especialmente cerdos y monos, pero allí diseccionaron cuerpos vivos de condenados a muerte, para observar mejor el funcionamiento de la sangre y los órganos internos.

Aunque a veces se ha trasladado el inicio de las disecciones de cadáveres humanos al Renacimiento, esta práctica se inició en la Escuela de Alejandría en el siglo III a. C.. Las disecciones de cadáveres humanos estaban prohibidas en esa época en la mayor parte de las ciudades, a excepción de Alejandría. Herófilo puede ser considerado el primer anatomista. Fue el primero en hacer disecciones anatómicas de cuerpos humanos en público, de manera sistemática, y sentó las bases de una anatomía más exacta, iniciando esta práctica médica junto a Erasístrato de Ceos. El enciclopedista romano Aulo Cornelio Celso, en De Medicina, y uno de los primeros teólogos de la Iglesia, Tertuliano, señalaron que él practicó la vivisección «sobre criminales y esclavos condenados a muerte que se hizo salir de la prisión por orden de los reyes».

En Alejandría y en Roma hubo diversas corrientes médicas, con distintas bases filosóficas: metódicos, empíricos, neumáticos, eclécticos. Pero todas quedaron superadas por la amplia obra y fama de Galeno de Pérgamo, que vivió en el siglo II d.C. Galeno escribió muchísimos libros, tuvo una carrera de inmenso éxito y fue médico de varios emperadores romanos, de Marco Aurelio a Septimio Severo. Sus obras fueron copiadas y comentadas durante siglos por griegos, romanos, árabes y cristianos, y el nombre de Galeno ha quedado como sinónimo del médico por antonomasia.

Los grandes avances de la ciencia médica a partir del siglo XVI, especialmente en los dos últimos siglos, merced al desarrollo de la química y de la farmacia, hacen que la antigua medicina helénica nos parezca muy alejada de la actual. Y, sin embargo, esa concepción racional de la medicina representa una hazaña de indudable valor en la historia de las ciencias, y en el tratamiento y cuidado del ser humano.

Entre los siglos VIII y XII, la medicina experimentó brillantes avances en el mundo musulmán, gracias a la recuperación de la ciencia antigua y al amplio uso del árabe como lengua de cultura

Un médico atiende a una persona herida en la espalda mientras lo contempla una multitud. Miniatura pertenecienta a las Maqamat de al-Hariri. Siglo XIII.

Preparación de medicinas para un paciente que sufre viruela (derecha). Canon de Avicena. Miniatura del s. XVII.

El grabado inferior, del siglo XIX, muestra un retrato idealizado de Ibn Sina, Avicena. Fallecido en 1037, sus textos constituyen el armazón teórico de la medicina árabe.

Esta miniatura, en la que se aplica un cauterio para aliviar la migraña, corresponde a la copia de Cirugía de los ilkhanes, conservada en la Biblioteca Nacional de París; en Estambul se guardan otras dos copias de esta obra de Sharaf ed-Din.

La cirugía conoció un notable desarrollo en el mundo islámico. Abajo, instrumental dibujado en una copia manuscrita de al-Tasrif, del andalusí Abulcasis, uno de los grandes cirujanos de todos los tiempos.

Arriba, el médico visita a un paciente. Miniatura de un códice del siglo XIV perteneciente a las Maqamat, de al-Hariri. Escuela persa. Biblioteca Nacional, Viena.

En el año 958, Sancho I de León fue depuesto por nobles rebeldes, que esgrimieron como excusa para su actuación el hecho de que el monarca no podía cumplir con dignidad las funciones regias debido a su extrema gordura. Su abuela, la reina Toda de Navarra, buscó ayuda en la corte califal de Córdoba: pidió a Abderramán III cura para la obesidad mórbida de su nieto y apoyo militar para que pudiera recuperar el trono. En la capital andalusí, el médico Hasday ibn Shaprut, judío jiennense, sometió a un estricto régimen al monarca leonés y logró rebajar su peso. De este modo el soberano pudo cabalgar como era debido, y el auxilio de tropas cordobesas le permitió recuperar la corona perdida. La anécdota ilustra el amplio y justificado reconocimiento de que gozaban los médicos de países islámicos en la Edad Media. Ibn Shaprut no era el único facultativo que sobresalía en la corte de Abderramán; en ella destacaba, por ejemplo, la sabiduría del cirujano Abul-Qasim al-Zahrawi, a quien los cristianos conocieron como Abulcasis. La excelente formación de todos estos personajes y la amplitud de los conocimientos que tenían a su disposición, y que compartían con sabios del norte de África o de los confines de Irán, se explica por la construcción de una vasta comunidad científica merced al empleo de un mismo idioma, el árabe, en los inmensos territorios unidos por la fulgurante expansión del Islam.

Antes de que el mensaje de Mahoma se extendiera más allá de la península Arábiga, los árabes ya contaban con una primera cultura médica, llamada «islámica o profética» por ser su protagonista Mahoma, el Profeta. Arcaica y piadosa, abunda en exhortaciones genéricas. Dice, por ejemplo: «Haced uso de tratamientos médicos, pues Dios no ha creado enfermedad ninguna sin disponer un remedio para ella, con la excepción de una sola enfermedad, la vejez». Muchos de sus recursos, como el uso de la miel, del aceite de oliva o de la succión con ventosas (hijama), forman parte de prácticas curativas o profilácticas –preventivas– que se remontan a la Arabia antigua y poseen rasgos babilónicos, de modo que sus raíces se extienden hasta el III milenio a.C. Todavía hoy se recurre a ellas en muchos países islámicos. En un campo paralelo se sitúa la «interpretación de los sueños» (tabir al-anam), a los que el mismo Profeta concedía gran importancia. Ya en el siglo VIII, Ibn Sirin compuso la primera gran obra árabe en esta materia, que tenía como fuente principal la Onirocrítica del autor griego Artemidoro de Éfeso, escrita ocho siglos antes. Sin duda, la extremada atención de los árabes por la vida psicológica nace ahí. Por otra parte, el socorro a la sanación espiritual es más común de lo que se piensa. Son muchas las medicinas paracientíficas y astrológicas: en los tratados de medicina aflora a veces todo un mundo de rituales, repleto de sellos y talismanes. El Islam no lo rechaza en bloque, y la magia «blanca» es lícita dentro de ciertas normas. Pero los límites de la medicina árabe se ampliaron infinitamente después de que, en el año 622, Mahoma proclamara su mensaje a las tribus árabes. Los califas, sus sucesores, extendieron sus dominios desde la India hasta el sur de Francia en apenas dos siglos. Las élites del Islam pronto comprendieron la importancia de adoptar los rasgos más brillantes de la cultura grecorromana, preservada en Egipto y el Oriente Próximo, y quisieron para sí todos los saberes y tecnologías que llamaban «ciencias de los antiguos», entre las que se contaba la medicina.

Hasday ibn Shaprut (Jaén, c. 915-Córdoba, c. 975) cuyo nombre completo era Hasday Abu Yusuf ben Yitzhak ben Ezra ibn Shaprut, fue un médico y diplomático judío del califato de al-Ándalus. En ocasiones aparece en las fuentes clásicas nombrado a través del gentilicio Al-Yayaní o Al-Jianí, es decir, natural de Yayyan, nombre árabe de Jaén. Es la primera personalidad hispanojudía cuya vida y obra se conoce con cierto detalle. Según el historiador Heinrich Graetz, fue el principal impulsor de la conocida como edad de oro de la cultura judía en España.

Monumento a Hasday ibn Shaprut en Jaén.

En su juventud, Hasday aprendió hebreo, árabe y latín, lengua esta última que por entonces sólo era conocida en España por la alta jerarquía eclesiástica cristiana y que la aprendió en Córdoba. También dominaba el romance, incipiente castellano. Estudió también medicina, y fue fama que había descubierto un remedio universal o panacea, llamada «Al-Faruk», una especie de antídoto contra el veneno, según algunos autores. Fue médico del califa Abderramán III (912-961) y gracias a sus cualidades llegó a ser uno de sus principales consejeros, cargos que continuó con su hijo, el califa Alhakén II. Aunque nunca llegó a recibir el título oficial de visir, ejerció funciones similares a las de un ministro de asuntos exteriores actual y supervisaba las aduanas en el puerto de Córdoba. De hecho ostentó el cargo de nasi, una especie de «principado» como máximo responsable de las comunidades judías de al-Ándalus.

Con la expansión del Islam cayeron bajo dominio musulmán las ciudades donde se cultivaba la ciencia griega que había irradiado desde el foco de Alejandría: Edesa y Nisibis, en la Siria bizantina, y Gundishapur, en la Persia sasánida. A esta última ciudad se habían dirigido los médicos griegos después de que, en el año 529, el emperador Justiniano cerrase la academia de Atenas. Y también se instalaron allí médicos cristianos de credo nestoriano, a quien los bizantinos habían expulsado de Edesa porque su fe era contraria a la ortodoxia religiosa. La ciencia griega preservada en esos territorios se convirtió en la base para el desarrollo de la medicina árabe, gracias a la labor de médicos políglotas que, entre los siglos IX y X, ejercieron como maestros y traductores. Entre ellos figuran Yuhanna ibn Masawaih, conocido en Occidente como Ioannis Mesuae, nacido en el seno de una cultivada familia de Gundishapur, y su discípulo Hunayn ibn Ishaq, llamado Iohannitius en latín, responsable de unas cincuenta traducciones de gran calidad. Ambos eran cristianos nestorianos, comunidad de habla siríaca cuya lengua era muy parecida al árabe, lo que facilitaba la traducción de textos griegos.

Esta labor gozó de un amplio mecenazgo, que tuvo su máximo exponente en la fundación de la famosa Casa de la sabiduria o Bayt al-Hikma en Bagdad por el califa al-Mamún; el soberano puso a Ibn Ishaq al frente de los traductores. Con la traducción de obras en griego, persa y sánscrito, la medicina árabe se convirtió en la más informada y diversa del planeta en los albores del siglo X. Sabios paganos, cristianos, judíos, hindúes y muchos otros adoptaron el árabe como lengua científica. Es decir, médicos de distintas creencias trabajaron juntos, discutiendo y estudiando en árabe, como hoy se hace en inglés. Por esta razón hablamos aquí de «medicina árabe»: no nos referimos a una etnia «árabe», sino a una comunidad intelectual que compartió el idioma del Corán, convertido en lengua común de ciencia y cultura. Este fenómeno también fructificó en al-Andalus, la España musulmana, durante el siglo X. Allí fue traducido un clásico, la Materia médica de Dioscórides, para el califa Abderramán III, en cuya corte figuró, como ya hemos dicho, Abulcasis, cirujano eminente cuyo Libro de la disposición (que bebía de la obra de un médico bizantino, Pablo de Egina) gozó de extraordinario prestigio. Córdoba, la capital de al-Andalus, rivalizaba con los nuevos centros de enseñanza islámicos del Mediterráneo: Cairuán, en Túnez; Fez, en Marruecos, y El Cairo, en Egipto. Conocemos más de un centenar de obras médicas árabes anteriores al año Mil; la transmisión del pasado era una realidad, y una ciencia propia empezaba a ver la luz.

La Casa de la sabiduría o Casa del saber fue una biblioteca y centro de traducciones establecido durante la época del Califato Abasí, en Bagdad, Irak. Fue una institución clave, considerada como el mayor centro intelectual durante la Edad de Oro del islam. Una sociedad fundada por el califa Harún al-Rashid, que culminó con su hijo Mamun, que reinó durante 813-833 d. C. y a quien se le acredita la institución. A Al-Ma'mun también se le adjudica haber atraído muchos eruditos conocidos para compartir información, ideas y cultura a la Casa de la sabiduría basada en Bagdad entre los siglos IX y XIII; varios de los maestros musulmanes más eruditos formaron parte de este importante centro educativo.

Tenía el doble propósito de traducir libros del persa al árabe y de preservar los libros traducidos. Durante el reinado de Mamun se crearon observatorios y la Casa fue el centro de estudio indiscutido de las humanidades y las ciencias en el islam medieval, incluyendo; matemáticas, astronomía, medicina, alquimia y química, zoología y geografía y cartografía. Basados en textos persas, indios y griegos, incluyendo a Pitágoras, Platón, Aristóteles, Hipócrates, Euclides, Plotino, Galeno, Sushruta, Cháraka, Aryabhata y Brahmagupta, los estudiosos acumularon una gran colección de saber mundial y desarrollaron sobre esas bases sus propios descubrimientos. Bagdad era conocida como la ciudad más rica del mundo y centro de desarrollo intelectual del momento, tenía una población de más de un millón de habitantes, la más poblada de su época.

Manuscrito de la época del Califato Abasí.

Gracias al prestigio del saber y a cierta libertad intelectual, durante el período de esplendor del califato abbasí de Bagdad –entre los siglos X y XI– la compilación de grandes obras sistemáticas fue el distintivo de sabios de talla universal, que ejercían la medicina junto a la filosofía, las ciencias y las tareas políticas. De entre todos ellos brillaron tres. Uno es al-Razi (Rhazes para los latinos), iraní polifacético y experto farmacólogo, que vivió en la corte, dirigió el gran hospital de Bagdad y escribió casi doscientas obras. El segundo es al-Majusi, cuya compilación, el Libro total sobre el arte de la medicina, es una obra maestra por su equilibrio entre teoría y práctica. Sin embargo, este texto quedó oscurecido por la obra del tercer gran nombre de la época: Ibn Sina, al que conocemos como Avicena.

Este extraordinario filósofo ya era médico a los dieciocho años. En aquel entonces, la curación de un emir llevaba a dirigir un ministerio, como fue su caso. Escribió extensamente sobre todas las ciencias, y su Canon (o «norma») de medicina es una de las obras más célebres de la medicina de todos los tiempos. Su éxito se debe a su fuerza teórica y su esfuerzo de racionalización; para Avicena, sistemático y claro, la lógica es la base del diagnóstico. En Occidente, la ciencia árabe brilló en la obra de dos famosos filósofos y médicos cordobeses del siglo XII: Averroes, ibn Rushd, cuya Kulliyat o Totalidad se convirtió en el Colliget de los latinos; y el judío Maimónides, Musa ibn Maimón, que llegó a ser médico personal del campeón musulmán de las cruzadas: Saladino, sultán de Egipto. Su caso no es único: la medicina judía brilló al implicarse con la dominación islámica; de hecho, el árabe fue la lengua de cultura judía durante toda la Edad Media.

La base teórica de la medicina árabe no difiere esencialmente de la griega y romana. En su base se encuentra la medicina humoral, atribuida a Hipócrates –que vivió en el siglo IV a.C.–, la cual divide en cuatro los fluidos humanos básicos: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra; la salud y la enfermedad dependen del equilibrio entre ellos. Así, quienes sufren exceso de bilis negra son personas tristes, diciéndose que tienen «humor negro», pues eso es lo que significa «melancólico» en griego. De igual modo, los temperamentos «sanguíneos», «flemáticos» y «coléricos» padecen algún desequilibrio de los otros humores. La salud se obtiene restableciendo el balance entre ellos con dietas y purgas; de ahí la importancia que en la medicina árabe tienen la higiene y la dieta.

Pese al predominio de esta medicina «teórica» se desarrollaron terapias y observaciones anatómicas nuevas. En especial, destaca la oftalmología. La utilización de una jeringuilla hueca para succionar las «cataratas» constituye una notable innovación debida a Ammar ibn Alí , en el siglo X, quien desarrolló, además, un método para diagnosticar las cataratas operables basado en la reacción de la pupila ante la luz. Con todo, el mayor especialista en cirugía fue el andalusí Abulcasis, que empleó un instrumental variadísimo: tenazas, pinzas, trépanos, bisturíes, sondas, cauterios, lancetas o espéculos, cuyos dibujos ilustran su Libro de la disposición. Durante el siglo XVI, los cirujanos de Occidente seguían estudiando esta auténtica enciclopedia del saber médico, que otorga tanta importancia a las técnicas para combatir el dolor (con frío o con esponjas soporíferas) como a las suturas y los vendajes. Mención aparte merecen los cirujanos prácticos o médicos empíricos, expertos en el tratamiento de inflamaciones y tumores, así como en la extracción de flechas y curación de heridas, fracturas y luxaciones. Por su parte, la farmacología y la toxicología evolucionaron con la alquimia, a la cual debemos los alambiques, el amoníaco y el alcohol, entre otras aportaciones.

Robert Boyle, gran alquimista, considerado uno de los padres de la química moderna.

Un trazo distintivo de la cultura islámica fue la construcción de centros de estudio, las madrasas, y de hospitales públicos, los bimaristanes, mantenidos por medio de donaciones, aunque no deben ser vistos como una novedad respecto del mundo cristiano o budista. Cada gran ciudad rivalizó para albergar ambas instituciones, entre las cuales hubo un tránsito constante de profesores y libros. Los hospitales permitían a los más pobres beneficiarse del saber de médicos tan notables como al-Razi, director del hospital de Bagdad. El bimaristán más conocido es el que el sultán al-Qalaun edificó en El Cairo, en 1285: podía atender a ocho mil enfermos en cuatro pabellones destinados a diferentes patologías y dispuestos alrededor de un patio climatizado con fuentes. Algunos de estos establecimientos siguen funcionando, como el bimaristán fundado por Nur al-Din en Damasco, en 1154. También había hospitales que acogían a enfermos mentales, algo desconocido en Occidente.

En el siglo XII, el viajero judío Benjamín de Tudela describió el de Bagdad: «En él detienen a todos los dementes que se encuentran en la ciudad durante el verano, que han perdido la razón por el calor excesivo, sujetando a cado uno de ellos con cadenas de hierro; todo el tiempo que permanecen allí son alimentados por la casa real y cuando recobran la razón los despiden y cada cual vuelve a su casa y a su hogar. [...] Cada mes los interrogan los oficiales del rey para observar si algunos han recobrado la razón».

Aunque la medicina árabe brilla por sí sola, en el Occidente cristiano sólo se supo de unos cuarenta textos sobre un millar de escritos médicos censados. Los últimos autores conocidos fueron los andalusíes Ibn Zuhr (Avenzoar), que mejoró la traqueotomía y descubrió la causa de la sarna y la pericarditis, y Averroes. Pero del gran botanista Ibn al-Baytar y del epidemiólogo Ibn al-Jatib (que dejó testimonio de la peste negra) ya nada se supo, aunque también eran andalusíes y vivían en la frontera misma de la Cristiandad. De ahí que sea exagerado pensar, como se había creído, que la medicina islámica se estancó después del siglo XIII; aún desconocemos muchísimos escritos tardíos.

Ibn Al-Jatib, el gran poeta de la Alhambra.

Hace 4.000 años, los egipcios ya contaban con médicos especializados a su servicio, desde dentistas hasta oculistas, que combinaban sus conocimientos físiológicos con las invocaciones mágicas.

Un oculista cura el ojo de un artesano. copia de una pintura de la tumba de Ipuy.

Los oculistas invocaban a dioses cuyos mitos estaban relacionados con el ojo. El más importante era Toth, que había curado el ojo del dios Horus. En la imagen, ojo de Horus. Amuleto procedente de la tumba de Tutankhamón. hacia 1337 a.c.

El templo de Kom Ombo, dedicado a Sobek y a Haroeris (Horus el Viejo), era el destino de miles de peregrinos que realizaban consultas sobre su salud a Haroeris, el sanador.

Un sacerdote llamado Rom realiza una ofrenda; su cojera podría ser el más antiguo testimonio de la polio. Copia de una estela fechada hacia 1403-1365 a.C.

La posible prótesis que vemos a la izquierda, y que reemplazaba el dedo gordo de un pie, fue hallada en Tebas, en el año 2000. Museo Egipcio, El Cairo.

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