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Kathrine Virginia "Kathy" Switzer (Amberg, Alemania, 5 de enero
de 1947) es una escritora, comentarista de televisión y atleta estadounidense,
más conocida por ser la primera mujer en correr un maratón (el maratón
de Boston) con un dorsal.
Fue la primera mujer en correr un maratón con dorsal, prueba que
estaba destinada exclusivamente a los deportistas varones, cuando
en la maratón de Boston de 1967 logró, inscribiéndose como KV Switzer,
partir de la línea de meta con el dorsal 261 y llegar a cruzar la
línea final después de 4 horas y 60 minutos.
En el transcurso de la carrera, uno de los comisarios, llamado
Jock Semple, que ejercía de codirector de la carrera, detectando
que Kathrine Switzer era, efectivamente, una mujer, intentó detenerla,
salió detrás de ella y le gritó: "¡Sal de mi carrera y devuélveme
el dorsal!". Pero la colaboración de su novio y de algunos corredores,
que la escoltaron hasta la meta, impidió que la atleta fuera retirada
de la competición.
Jock intentó detenerla, porque cualquier tipo de incidente podría
provocar la pérdida de los permisos para celebrar el Maratón. Bobbi
Gibb -otra mujer que también corrió la maratón aquel año (pero sin
dorsal), y que acabó por delante de Switzer- dijo estar segura de
que Semple no solo la había visto aquel año, sino también el año
anterior, cuando fue la primera mujer en lograr acabar el maratón
de Boston por delante de más de 290 de los 415 corredores inscritos.
También aquella vez corrió sin dorsal.
Kathrine Switzer ganó la maratón de Nueva York femenina de 1974
y quedó segunda 1975, donde logró su mejor marca con un tiempo de
2 horas, 51 minutos y 37 segundos. También logró que todas las mujeres
pudieran competir en una maratón.
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( España ).
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Alemania fue elegida sede de las Olimpiadas en 1931, durante la
República de Weimar, pero Hitler aprovechó los juegos como arma
propagandística para mostrar al mundo que su país era una potencia
y que la raza aria era superior. La llamada al boicot solo encontró
eco en la España republicana, que organizó una competición alternativa
en Barcelona, aunque aquella Olimpiada Popular no llegaría a celebrarse
debido al golpe de Estado de 1936. El ministro Joseph Goebbels engrasó
la maquinaria propagandística, que surtiría efecto, y encargó inmortalizar
los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 a la cineasta Leni Riefenstahl,
quien se valdría de prodigios técnicos para rodar el documental
Olympia, estrenado en 1938, tres años después de El triunfo de la
voluntad. Carl Diem propuso la primera carrera de relevos con la
antorcha olímpica, que llegó desde Grecia, como símbolo de la herencia
recibida por el Tercer Reich de la Roma y la Grecia clásicas. Jesse
Owens (Alabama, 1913 - Arizona, 1980), nieto de esclavos y criado
en una plantación de algodón, se proclamó aquel agosto como el mejor
atleta del mundo, pues se impuso en las pruebas de 100 metros lisos,
200 metros lisos, relevos 4x100 y salto de longitud. No era un desconocido,
pues un año antes había batido cinco récords mundiales e igualado
un sexto en la Big Ten Conference, celebrada en Ann Arbor (Míchigan).
Tenía solo 22 años y realizó la proeza en apenas 45 minutos.
Juegos Olimpicos y propaganda.
El 5 de agosto, Goebbels anota en su diario: "Nosotros, los alemanes,
hemos ganado una medalla de oro; los estadounidenses, tres, de los
cuales dos eran negros. Es una desgracia. Los blancos deberían avergonzarse.
Pero eso es típico de un país sin cultura". Al nazismo le mosqueó
que un atleta negro ganase cuatro medallas de oro, si bien el hecho
de que Hitler abandonase el palco tras su victoria en los 100 metros
lisos para evitar el saludo es apócrifo. El Führer, efectivamente,
no felicitó al atleta de Alabama, pero tampoco a otros alemanes.
El primer día solo había saludado a la delegación nazi, aunque le
advirtieron de que tenía que ajustarse al protocolo, que establecía
que debía estrechar la mano a todos los ganadores o a ninguno, por
lo que eligió la segunda opción. En la autobiografía The Jesse Owens
Story, asegura que posteriormente recibió una carta de felicitación
del Gobierno alemán. Owens derrotó al nazismo o, al menos, a la
supuesta superioridad de la raza aria. Pero no puede negarse el
triunfo de Hitler en los Juegos Olímpicos, donde proyectó al mundo
un evento organizado al milímetro y un país poderoso en cuya capital
no había rastro de carteles ni de lemas contra los judíos, una tregua
del dictador con fines propagandísticos. Muchos visitantes y periodistas
extranjeros se habían dejado seducir por la artimaña del Führer
y regresaron encantados y engañados a sus países.
Alemania obtuvo 89 medallas: 33 de oro, 26 de plata y 30 de bronce.
Las victorias de Owens engrosaron el medallero del segundo país
clasificado, con 56 (24 de oro, 20 de plata y 12 de bronce), pero
no deslucieron el dominio del anfitrión. Italia, que combatió junto
a los nazis en la Segunda Guerra Mundial, logró 22 (8 de oro y 9
de plata) y Hungría, 16 (10 de oro y 1 de plata). Los futuros aliados,
Francia y Reino Unido, solo consiguieron 7 y 4 oros, respectivamente,
mientras que la tercera potencia del Eje, Japón, se hizo con 6.
Por establecer una comparación, cuatro años antes, en los Juegos
Olímpicos de Los Ángeles, Estados Unidos obtuvo 103 medallas (41
de oro) y Alemania, 20 (3 de oro). Italia, el segundo país con mejores
registros, solo logró 36 metales (12 de oro). Si nos retrotraemos
en el tiempo, en Ámsterdam 1928 EEUU también superó a Alemania (22
oros frente a 10), al igual que lo había hecho en Estocolmo 1912
(25 oros frente a 5).
El dominio estadounidense era aplastante, lo que pone de relieve
la importancia del éxito berlinés de Alemania, que no participó
en Amberes 1920 y ni en París 1924 al estar sancionada por su papel
en la Primera Guerra Mundial.
Owens trascendía como mito del atletismo, pero no se libraba del
racismo que había sufrido en su país desde que nació. La doble moral
estadounidense también se puso de manifiesto cuando apartaron a
Marty Glickman y a Sam Stoller del equipo de relevos 4x100 por ser
judíos, un guiño a Hitler de Avery Brundage, presidente de la Amateur
Athletic Union y del Comité Olímpico Estadounidense. La decisión
de última hora permitió a Owens hacerse con su cuarta medalla de
oro al ser elegido como uno de los sustitutos. Brundage, un tipo
que no se encontraba nada a disgusto en la Alemania nazi, se había
opuesto con encono al boicot de Berlín 1936 pese a que las leyes
de Núremberg, de carácter racista y antisemita, violaban la Carta
Olímpica. Tras los Juegos, explotó a Owens y a otros deportistas
durante una extenuante gira por Europa en la que el laureado no
cobraba un duro, mientras que le ofrecían jugosos contratos en su
país. El Antílope de ébano renunció a seguir corriendo a cambio
de nada, sin descanso, y regresó a Estados Unidos, donde las ilusiones
pronto se desvanecieron. Brundage se vengó de él y le prohibió competir,
mientras que el presidente, Franklin D. Roosevelt, no lo recibió
en la Casa Blanca ni tampoco lo felicitó.
Owens se había erigido como una figura mundial, pero en Nueva York
solo era un negro más. Nada más llegar a la ciudad, en las sedes
de las celebraciones se veía obligado a entrar por la puerta de
servicio y a usar el montacargas. Dormía en hoteles de mala muerte,
donde entraba a hurtadillas por culpa de la segregación racial.
Esa era la realidad, ni dorada ni brillante: al igual que Alemania
blanqueaba el nazismo con las Olimpiadas, Estados Unidos presumía
de sus logros deportivos al tiempo que oprimía a parte de su población.
Él siguió corriendo, pero en espectáculos de reminiscencias circenses
donde el rival era un caballo o un boxeador. Tuvo que emplearse
en lo que pudo y siguió sufriendo el racismo, hasta que en los años
cincuenta el presidente Eisenhower lo nombró embajador de buena
voluntad para vender las bondades de Estados Unidos frente al comunismo.
Simpatizante del Partido Republicano, luego empezó a dar charlas
en las que exponía su historia de superación. En realidad, nunca
se había significado en la lucha por los derechos civiles, hasta
el punto de que ejerció de mediador para acallar las protestas de
Tommie Smith y John Carlos, los atletas black power que saludaron
con sus puños negros en alto en México 1968.
"Se le consideró el Tío Tom, un tipo que agachaba la cabeza", declaró
a la agencia AFP Maryse Ewanjé-Epée, autora del libro Jesse. La
fabulosa historia de Jesse Owens. "En el imaginario, es un tipo
que luchó contra el nazismo, pero en absoluto fue el caso". De alguna
manera, Owens se había construido —o le habían construido— una biografía
que escapaba de algunos hechos. Por ejemplo, durante esas charlas
motivacionales describía su gran amistad con el atleta alemán Luz
Long, prototipo de hombre ario al que derrotó en salto de longitud.
La idea de una relación estrecha entre un nazi —en realidad, Long
no era un nazi de tomo y lomo— y un afroamericano era atractiva
y vendible, pero hay quien la pone en duda, como el consejo que
supuestamente le dio el alemán. Tras dos saltos nulos en las pruebas
clasificatorias, le sugirió a Owens que no arriesgase tanto en su
tercer intento, aunque la recomendación le costaría la medalla de
oro a Long. Plata, por delante del japonés Naoto Tajima, posaría
con el afroamericano, lo abrazaría y luego mantendría una correspondencia
hasta su muerte, en 1943, tras resultar herido en combate durante
la invasión aliada de Sicilia. Como la única fuente es Owens, queda
la duda de si Long llegó a aconsejarlo, así como el contenido de
algunas cartas, idóneo para una charla que ensalce la fraternidad,
la superación, el espíritu deportivo, etcétera.
Hay autores que rebaten al atleta y él mismo llegó a reconocer
que le decía al público lo que quería escuchar. Maryse Ewanjé-Epée
reconoce sus méritos ("Es el símbolo de que se puede salir de su
condición social gracias al trabajo. Un verdadero modelo"), pero
critica su falta de implicación en el movimiento por los derechos
civiles. "Le costó toda la vida entender lo que representó y este
papel que no supo jugar. Es irónico verle convertirse en un símbolo
de la lucha contra el racismo cuando no era más que un pobre chico
negro, hecho a sí mismo". Luego comprendió que, pese a sus logros,
nunca se había reconocido su legado como merecía. Para eso tuvo
que conocer a afroamericanos politizados, quienes lo convencieron
de que "no era solo un par de piernas", según Ewanjé-Epée. Se percató
tarde, pero a tiempo de rectificar. En 1972 toma conciencia y escribe
en el libro He cambiado: "Me di cuenta de que luchar era la única
respuesta que el afroamericano tenía; que cualquier negro que no
estaba comprometido en la lucha en 1970 estaba ciego o era un cobarde".
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