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Trilce, el título del segundo poemario del escritor
César Vallejo, no significaba nada, tal y como le refirió él mismo
al periodista español César González Ruano en una entrevista que
su tocayo le hizo después de que el libro se publicara en España
en 1930. En Lima (Perú), se había publicado ocho años antes, y la
crítica fue tan tibia con él, que aquel adelanto de todas las Vanguardias,
escrito desde la cárcel, había pasado inadvertido en un país del
que Vallejo se marchó en 1923 para no volver jamás. Sin embargo,
al margen del título, los 77 poemas que conformaban aquel libro
editado por los Talleres de la Penitenciaría de Lima sí significaron
mucho, porque aquellos textos llevaron la lengua española a límites
insospechados que empezaron a sospecharse después: la posibilidad
de que un poeta inventara palabras, de que hiciera más fuerza con
la sintaxis que con su musculatura, que usara esa suerte de escribir
sin pensar que iba a llamarse escritura automática y, en fin, toda
esas innovaciones lingüísticas de las que poco después presumiría
el movimiento Dadá y el propio Surrealismo sin reparar en que Vallejo
lo había inventado todo desde la penumbra de una cárcel en la que
estuvo injustamente 112 días con todas sus noches.
Aquel libro, del que ahora se cumple un siglo de su
primera publicación, significó mucho para Vallejo y también para
la poesía en lengua española, entre otras razones porque había sido
concebido en 1918, el año en el que iba a terminar la primera de
las grandes y vergonzosas guerras de la humanidad y en el que César
Vallejo estuvo incluso a punto de suicidarse por más de una razón.
Golpe de Estado en Perú, 1930.
En rigor, se le acumularon todas las posibles: falleció
su primer gran amor, la joven María Rosa Sandoval, quien se había
alejado de él para evitarle el dolor por su previsible fallecimiento
por tuberculosis; también había muerto su madre, llamada igualmente
María, y, por si fuera poco, a él lo habían encarcelado injustamente
con el oscuro objetivo de escarnecer a toda una generación, la suya,
que desde sus ventanas universitarias habían intentado alzarse contra
la injusticia y abrazaban utopías del nuevo siglo como el anarquismo,
el socialismo y otros peligros peores. Como hubo de descubrirse
años después, a Vallejo lo acusaron injustamente de haber participado
y azuzado el incendio y saqueo de una casa de su pueblo, Santiago
de Chuco, para arrojarlo a un calabozo de Trujillo y evitar así
voces como la suya que pudieran levantarse contra las condiciones
infrahumanas de los trabajadores de una empresa cañavelera y de
una minera que tenían compradas incluso las voluntades judiciales.
Él mismo fue consciente del fracaso al escribir de
esta guisa a un amigo: “El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy
responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética.
Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta
ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista:
¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás”.
Pero después de un poemario a la usanza modernista que había sido
incluso bien recibido, Los heraldos negros (1919), el propósito
de Vallejo era el de la heroicidad poética: “¡Dios sabe hasta dónde
es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido
para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje!”,
decía en aquella carta.
No en vano, se trataba del poemario más radical escrito
hasta entonces en lengua española, un esfuerzo por reducir el lenguaje
mismo a lo indispensable y un heterodoxo intento de mezclar lo culto
y lo popular como todavía no se les había ocurrido a los jóvenes
poetas de la Generación del 27, por ejemplo, porque eran demasiado
jóvenes. En cualquier caso, como les iba a ocurrir a Alberti o Lorca
en sus coqueteos con el surrealismo, tampoco Vallejo –que los conoció
en el Madrid de los primeros años republicanos- se lanzó inconscientemente
al absurdo de lo onírico, sino que todo lo que escribía tenía un
sentido, aunque más profundo, más difícil de desentrañar si no era
con una explícita hermenéutica.
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El 2018, la Biblioteca Nacional de Perú recuperó
los folios de “Rusia ante el Segundo Plan Quinquenal”, que pareció
estar perdido por 40 años, bajo el foco del nazismo. En 20202 era
declarado, oficialmente, Patrimonio Cultural de la Nación. Rusia
ante el segundo plan quinquenal es un libro de crónicas y reportajes
del escritor peruano César Vallejo cuya temática se centra en la
Unión Soviética y su proceso revolucionario bajo el régimen estalinista.
Es la continuación de "Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin",
del mismo autor.
Lo que dijo y predijo con una asombrosa clarividencia.
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Al fin y al cabo, las obsesiones de su poética, en
Trilce y en el resto de su obra, eran la muerte, el tiempo, la cotidianidad,
la solidaridad, la compasión, el destino y el dolor. Nada realmente
nuevo bajo el sol de todos. Como habría de escribir el estudioso
Jorge Basadre, “debajo de todo ello balbucea una vital emoción humana,
se arremolinan recuerdos e imágenes subconscientes, aparecen las
huellas de estupendos fracasos, refléjanse experiencia de pobreza,
prisión y soledad en una vid que no tiene sentido, donde priman
el dolor y la angustia que sumen a los hombres en triste orfandad,
un mundo hostil cuyo alquiler todos quieren cobrar, unidos al dulce
recuerdo de la infancia y del hogar arrebatados por el tiempo y
a una solidaridad esencial con los que sufren y con los que son
oprimidos”. Téngase en cuenta que la poesía de Vallejo transita
del Modernismo a la Vanguardia y de esta a la revolución, y todo
en tiempo récord.
“Tiempo tiempo. / Mediodía estancado entre relentes.
/ Bomba aburrida del cuartel achica / tiempo tiempo tiempo tiempo.
/ Era Era. / Gallos cancionan escarbando en vano. / Boca del claro
día que conjuga / era era era era. / Mañana mañana”, decía el segundo
poema de Trilce. Contrastaba, sin duda, con aquella elegía por su
novia y por su madre en la que se había enfrentado al propio Dios
en Los heraldos negros: “Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;
/ me pesa haber tomádote tu pan; / pero este pobre barro pensativo
/ no es costra fermentada en tu costado: / ¡tú no tienes Marías
que se van! / Dios mío, si tú hubieras sido hombre, / hoy supieras
ser Dios; / pero tú, que estuviste siempre bien, / no sientes nada
de tu creación. / Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él! / Hoy
que en mis ojos brujos hay candelas, / como en un condenado, / Dios
mío, prenderás todas tus velas, / y jugaremos con el viejo dado...”.
Los críticos que no supieron ver la clamorosa innovación
de Trilce seguían recordando un poema que, todo hay que decirlo,
también estaba destinado a hacer historia: “Hay golpes en la vida,
tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si
ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma...
¡Yo no sé! / Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras / en el
rostro más fiero y en el lomo más fuerte. / Serán tal vez los potros
de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
/ Son las caídas hondas de los Cristos del alma / de alguna fe adorable
que el Destino blasfema. / Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
/ de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. / Y el hombre...
Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como / cuando por sobre el hombro
nos llama una palmada; / vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
/ se empoza, como charco de culpa, en la mirada”.
El nuevo poemario, sin embargo, había desordenado
deliberadamente la sintaxis de la patria, los recuerdos de la infancia,
ese dolor empozado y las voces, la propia del yo poético y las demás
que seguían latiendo en su interior: “Las personas mayores / ¿a
qué hora volverán? / Da las seis el ciego Santiago, / y ya está
muy oscuro. / Madre dijo que no demoraría. / Aguedita, Nativa, Miguel,
cuidado con ir por ahí, por donde / acaban de pasar gangueando sus
memorias / dobladoras penas, / hacia el silencioso corral, y por
donde / las gallinas que se están acostando todavía, se han espantado
tanto. / Mejor estamos aquí no más. / Madre dijo que no demoraría”.
Reseñamos la obra en La bibliotecaria >>
Febrero 2022.
Pásate por La bibliotecaria >> Perú.
En Trilce hay una burla explícita del tiempo: “El
traje que vestí mañana / no lo ha lavado mi lavandera: lo lavaba
en sus venas otilinas, / en el chorro de su corazón, y hoy no he
/ de preguntarme si yo dejaba / el traje turbio de injusticia”.
Y un surrealismo adelantado: “Cuando la calle está ojerosa de puertas,
/ y pregona desde descalzos atriles / trasmañanar las salvas en
los dobles”. Y vanguardia desacomplejada: “Pienso en tu sexo. /
Simplificado el corazón, pienso en tu sexo, / ante el hijar maduro
del día. / Palpo el botón de dicha, está en sazón. / Y muere un
sentimiento antiguo / degenerado en seso”. Cárcel a borbotones:
“En tanto; el redoblante policial / (otra vez me quiero reír) /
se desquita y nos tunde a palos, / dale y dale, / de membrana a
membrana, / tas / con / tas”. Gastronomía sentimental: “La tarde
cocinera se detiene / ante la mesa donde tú comiste; / y muerta
de hambre tu memoria viene / sin probar ni agua, de lo puro triste”.
Esa vieja querencia del sacerdocio: “Madre, me voy mañana a Santiago,
/ a mojarme de tu bendición y en tu llanto. / Acomodando estoy mis
desengaños y el rosado / de llaga de mis falsos trajines”. Los muertos:
“Dobla el dos de Noviembre. / Estas sillas son buenas acojidas.
/ La rama del presentimiento / va, viene, sube, ondea, sudorosa,
/ fatigada en esta sala. / Dobla triste el dos de Noviembre”. Y,
por supuesto, la conciencia prístina de que a la vida le falta tanto
amor para seguir siendo: “Oh piedra, almohada bienfaciente al fin.
Amémonos los vivos a los vivos, que a las buenas cosas muertas será
después. Cuánto tenemos que quererlas y estrecharlas, cuánto. Amemos
las actualidades, que siempre no estaremos como estamos”.
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La primera impresión de «España, aparta de mí este
cáliz». Breve historia del libro póstumo del autor andino que sobrevivió
en las alturas de la montaña de Montserrat.
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Y en medio de tanta innovación, asoman también los
sonetos a su aire: “Se acabó el extraño, con quien, tarde / la noche,
regresabas parla y parla. / Ya no habrá quien me aguarde, / dispuesto
mi lugar, bueno lo malo. / Se acabó la calurosa tarde; / tu gran
bahía y tu clamor; la charla / con tu madre acabada / que nos brindaba
un té lleno de tarde. / Se acabó todo al fin: las vacaciones, /
tu obediencia de pechos, tu manera / de pedirme que no me vaya fuera.
/ Y se acabó el diminutivo, para / mi mayoría en el dolor sin fin,
/ y nuestro haber nacido así sin causa”.
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Trilce fue un laboratorio carcelario para el poeta,
un momento de experimentación libertaria en el que el poeta se transforma
en una válvula de par en par para recibir todo el sentir humano,
proceda de donde proceda, incluso de su propia certidumbre malsana
de no vivir lo suficiente teniendo la vida en la palma de la mano:
“¿Hasta dónde me alcanzará esta lluvia? / Temo me quede con algún
flanco seco; / temo que ella se vaya, sin haberme probado / en la
sequías de increíbles cuerdas vocales, / por las que, / para dar
armonía / hay siempre que subir, ¡nunca bajar! / ¿No subiremos acaso
para abajo? / Canta, lluvia, en la cosa aún sin mar!”.
Por problemas económicos, Vallejo ingresó y salió
de la Universidad varias veces a lo largo y ancho de su convulsa
juventud. Entretanto, trabajó muchas veces de maestro y terminó
haciéndolo de periodista en París, capital cosmopolita a la que
llegó el 13 de julio de 1923 sin tener conciencia de que allí moriría
quince años después.
En 1927 conoce a Georgette Marie Philippart Travers,
con quien se iría a vivir dos años después, en la época en la que
viajan a Rusia, Alemania, Polonia, Austria y, por supuesto, a España,
donde al estallar la guerra civil colabora en la fundación del Comité
Iberoamericano para la Defensa de la República Española. En 1937
asiste también al II Congreso Internacional de Escritores para la
Defensa de la Cultura. Visita incluso Jaén y el frente en Madrid.
De regreso a París, es elegido secretario de la sección peruana
de la Asociación Internacional de Escritores. Aquel mismo año, el
penúltimo de su vida, escribió Poemas humanos y España, aparta de
mí este cáliz.
Debido al paludismo mal resuelto de su infancia, César
Vallejo moriría el 15 de abril de 1938, un tardío Viernes Santo,
con llovizna, en el que también seguía resonando su propia profecía
en forma de perfecto soneto:
Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo
ya el recuerdo. Me moriré en París —y no me corro— tal vez un jueves,
como es hoy, de otoño.
César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que
él les haga nada; le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos los días jueves
y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos ...
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