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18 - Noviembre - 2023
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Israel, la nueva Roma.

Encontré un librito de Simone Weil en la biblioteca pública que me traje en préstamo a casa y me está acompañando estos días extraños en los que ha estallado otra guerra. Se titula La gravedad y la gracia, una antología de ensayos, descritos en la solapa como “textos desnudos y carentes de ardides”, que la autora, bastante desconocida y sin embargo una de las mayores pensadoras del amor y la desgracia del siglo XX, iba anotando en sus Cahiers y que fueron publicados póstumamente en 1949.

Simone falleció a los treinta y cuatro años el 24 de agosto de 1943. Nacida en París, de origen judío, ejerció como profesora de filosofía. No militó en partido político alguno. Su pensamiento gira en torno a la miseria humana, la compasión, la desgracia y la fuerza / la gravedad y la gracia, como dos factores inseparables en el devenir humano (toda desgracia del hombre no es sino el efecto del despliegue de una fuerza). Nunca abandonó el compromiso político con la izquierda, los movimientos pacifistas, las organizaciones obreras y la lucha por los derechos humanos. “Cada etapa de la historia humana – decía la filósofa – ha asistido a la dominación de los que saben manejar las palabras sobre los que saben manejar las cosas”.

No tengo costumbre de leer textos filosóficos. Sin embargo, he de decir que este libro, publicado en España en 1994, me ha hecho pensar y repensar lo que no está escrito. Deberíamos leer mucha filosofía. Deberíamos intentar entender a Simone Weil porque su pensamiento es muy contemporáneo. Y no voy a hablar de las reflexiones que hace del mal, el desapego, aceptar el vacío, la desgracia, la violencia, lo imposible, el azar, el ateísmo purificador... He decidido transcribir partes del texto breve que tiene por título ISRAEL porque me han impresionado por su tremenda cercanía. Les sigo dando vueltas.

“La cristiandad se volvió totalitaria, conquistadora, exterminadora... concibió la Providencia a la manera del Antiguo Testamento. Sólo Israel podía resistir a Roma porque era el único que se le parecía, de modo que el naciente cristianismo llevaba la mácula romana ya antes de ser la religión oficial del Imperio.

Dios hizo algunas promesas puramente temporales a Moisés y a Josué en una época en que Egipto se había encaminado hacia la salvación eterna del alma. Con su rechazo de la revelación egipcia, los hebreos tuvieron el Dios que se merecían: un Dios carnal y colectivo que hasta el exilio no le habló al alma de nadie (a no ser tal vez en los Salmos)... De todos los personajes del Antiguo Testamento, sólo Abel, Enoc, Noé, Melquisedec, Job y Daniel son puros. No es de extrañar que un pueblo de esclavos fugitivos, conquistadores de una tierra paradisíaca, acondicionada por laboriosas colonizaciones en las que no habían participado en absoluto, y a las que destruyeron mediante matanzas... No es de extrañar que haya tanto daño en una civilización – la nuestra – viciada en su base y hasta en su inspiración por esa tremenda mentira. La maldición de Israel pesa sobre la cristiandad. Las atrocidades, la Inquisición, las exterminaciones de herejes y de infieles, eran Israel. El capitalismo era Israel ( y lo sigue siendo en cierta medida...) El totalitarismo es Israel, y especialmente lo es en el caso de sus peores enemigos.

No puede haber contacto personal entre el hombre y Dios si no es a través de la persona del Mediador. Fuera del Mediador, la presencia de Dios en el hombre no puede ser sino colectiva, nacional. Israel escogió al Dios nacional al tiempo que rechazaba al Mediador; puede que en ocasiones tendiera hacia el verdadero monoteísmo, pero siempre volvía a caer, y no podía evitarlo, en el Dios tribal.

Israel puedo resistírsele a Roma porque su Dios, aunque inmaterial, era un soberano temporal que se hallaba a la altura del Emperador, y gracias a eso pudo nacer el cristianismo.

Los judíos, ese puñado de desarraigados, provocaron el desarraigo de todo el globo terráqueo. Su papel en el cristianismo ha hecho de la cristiandad algo desarraigado en relación con su propio pasado. La tentativa de reimplantación en el Renacimiento fracasó porque tenía una orientación anticristiana. La tendencia de las Luces de 1789, del laicismo, etc., aumentaron enormemente el desarraigo mediante la mentira del progreso. Y la Europa desarraigada desarraigó al resto del mundo mediante la conquista colonial. El capitalismo y el totalitarismo forman parte de este proceso de avance en el desarraigo. Antes que ellos, Asiria en Oriente y Roma en Occidente ya habían desarraigado por la espada.

El cristianismo primitivo fabricó el veneno de la noción de progreso con la idea de la pedagogía divina que forma a los hombre con el fin de hacerlos aptos para recibir el mensaje de Cristo. Esto concordaba con la esperanza de la conversión universal de las naciones y del fin del mundo como fenómenos inminentes. Pero como ninguno de los dos se produjo, diecisiete siglos después de la prolongación de dicha noción de progreso, rebasó el momento de la Revelación cristiana. Y desde entonces iba a volverse contra el cristianismo. El resto de los venenos integrados en la verdad del cristianismo son de origen judío. Este en concreto es específicamente cristiano.

La metáfora de la pedagogía divina disuelve el destino individual, que sólo cuenta para la salvación, dentro del destino de los pueblos. El cristianismo pretendió hallar una armonía en la historia. Ese es el germen de Hegel y de Marx. La noción de historia como continuidad dirigida es cristiana. Creo que existen pocas ideas más completamente fallidas que esa. Buscar la armonía en el devenir, en lo que es contrario a la eternidad. Mala unión de contrarios. El humanismo y lo que del mismo se desprende no es un regreso a la antigüedad, sino un desarrollo de venenos anteriores al cristianismo. El amor sobrenatural sí es libre. Cuando se le quiere forzar, se le acaba sustituyendo por un amor natural. Pero, a la inversa, la libertad sin amor sobrenatural, como la de 1789, es una libertad completamente vacía, una mera abstracción, sin posibilidad ninguna de ser real alguna vez.”

Simone Weil, con su visión descarnada del judaísmo (“He endurecido su corazón para que no entiendan mi palabra”, Isaías 6, 9-10) y su apuesta por ese amor sobrenatural que sigue presente en sus ensayos, hoy estaría de pie, vistiendo el mono azul de miliciana junto a la Columna Durruti, protegiendo en su marcha a un grupo de niños y niñas judíos y palestinos.

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