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20 - Enero - 2024
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Alguien tiene que recoger el algodón.

Fueron portugueses los primeros ibéricos y europeos que con certeza exploraron el golfo de Guinea en 1471. Ese año, el portugués Fernando Poo (que buscaba una ruta hacia la India) situó la isla actualmente llamada Bioko en los mapas europeos. La bautizó Formosa (hermosa). Sin embargo, pronto fue conocida por el nombre de su descubridor. El 1 de enero de 1472 los portugueses descubrieron la isla de Pagalú (actual Annobón), a la que llamaron Ilha do Annobom o Ano Bom (año bueno). Hacia 1493, don Juan II de Portugal añadió a la serie de sus títulos reales el de Señor de Guinea y primer Señor de Corisco. Los portugueses colonizaron las islas de Bioko, Annobón y Corisco en 1494, las cuales convirtieron en «factorías» o puestos para el tráfico de esclavos.

En 1641 la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales se estableció sin el consentimiento portugués en la isla de Fernando Poo, centralizando desde allí temporalmente el comercio de esclavos del golfo de Guinea. Los portugueses volvieron a hacer acto de presencia en la isla en 1648, sustituyendo la Compañía holandesa por una propia, la Compañía de Corisco, dedicada al mismo tipo de comercio. Para tal fin construyeron una de las primeras edificaciones europeas en la isla, el fuerte de Punta Joko. Desde Corisco, Portugal vendió mano de obra esclava con contratos especiales a Francia (a la que llegó a suministrar hasta 49 000 esclavos guineanos), España e Inglaterra entre 1713 y 1753. Los principales colaboradores fueron los bengas, pueblo dedicado a las razzias o apresamientos humanos, tarea en la que eran ayudados por pamues y nvikos. Las islas permanecieron en manos portuguesas hasta marzo de 1778, tras el tratado de San Ildefonso (1777) y el de El Pardo (1778), por los que se cedían a España las islas, junto con derechos de trata esclavista y libre comercio en un sector de la costa del golfo de Guinea, entre los ríos Níger y Ogooué, así como la disputada Colonia del Sacramento, en Uruguay a cambio de la isla de Santa Catalina (sur de Brasil) en poder de los españoles. A partir de ese momento, el territorio español de la Guinea fue parte del Virreinato del Río de la Plata (fundado en 1776), hasta el desmembramiento definitivo de este con la Revolución de Mayo (1810) en Buenos Aires.

Los británicos dominaron la isla de Fernando Poo entre 1827 y 1843 con el pretexto formal de «luchar contra el tráfico de esclavos» (aun cuando la posición británica en décadas anteriores había sido proclive a dicho tráfico). Así las cosas, se estableció en Fernando Poo la «Comisión de Represión de la Trata para la captura de barcos negreros y persecución de traficantes». En 1827 fue fundado el establecimiento de Port Clarence, posteriormente llamado Santa Isabel y hoy Malabo. En 1836 el navegante español José de Moros visitó la isla de Annobón, gobernada por Pedro Pomba. En 1841, Gran Bretaña aún seguía interesada en dominar Fernando Poo, proponiendo la compra de la isla a España. El Congreso Español y la opinión pública lograron parar esta iniciativa. Para afianzar los derechos de España, se envió la expedición de Juan José Lerena y Barry, que en marzo de 1843 izó el pabellón español en Santa Isabel, recibiendo la sumisión de varios jefes locales, como Bonkoro I, rey de los bengas de la isla de Corisco. El 13 de septiembre de 1845 se hace pública la Real Orden por la cual la reina Isabel II autoriza el traslado a la región de todos los negros y mulatos libres de Cuba que «voluntariamente» lo desearan. A partir de 1855 se produce una agitada época de luchas internas entre los bengas por la cuestión de las jefaturas locales, luchas que terminan en 1858 con la llegada del primer gobernador español, Carlos de Chacón y Michelena, quien, en 1858, nombró teniente gobernador de Corisco a Munga I (enfrentado a Bonkoro II). De 1859 a 1875 dejó una guarnición española en la isla, que luego sería trasladada a la isla de Elobey Chico. Dentro de esta política de intervencionismo, en 1864 el gobernador Ayllón nombra rey de Elobey Grande al nativo Bodumba. El 20 de junio de 1861 se publica la Real Orden por la que se convierte la isla de Fernando Poo en presidio español; en octubre del mismo año se dicta la Real Orden por la que, al no ofrecerse voluntariamente negros emancipados de Cuba para inmigrar a Guinea, se dispone que de no presentarse voluntarios se proceda al embarque, sin su consentimiento, de 260 negros cubanos, a los que se unirán posteriormente represaliados políticos.

Entre Camerún y Gabón, bajo el imperio de un sol implacable y demoledor, entre un mar riquísimo en recursos de todo tipo y una jungla impenetrable y enigmática, en un país poblado por una pobreza desoladora que nada en petróleo hasta el ahogo y cuyos dividendos duermen plácidamente en la zona noble de los más famosos bancos suizos, hace más de cien años tuvo lugar un episodio de una crudeza singular y que el limo del tiempo ha enterrado en la trastienda de la historia. Guinea Ecuatorial es hoy una dictadura feroz y sin concesiones, donde los beneficios de sus ingentes recursos acallan los ecos de cualquier reivindicación de libertad, democracia o derechos humanos con el silencio cómplice de aquellas naciones que hacen jugosos negocios con el marcial dictador de turno, entre ellas, la antigua metrópoli. Esta Guinea, llamada también Guinea Española para diferenciarla de la antaño homónima portuguesa, vivió cuando el siglo XX empezaba a balbucear una tragedia -como lo son todas las tragedias africanas-, de una crudeza brutal, pero silenciadas por la enorme distancia con la llamada civilización que sostiene ese estatus con indiferencia calculada, cuando no con una complicidad descarada.

El 'Etireno' atracó en 2021 en Benín sin ningún rastro de los 250 niños esclavos. El barco llegó con 20 niños. Unicef insinuó que un segundo navío acogió al resto de menores. El 'Etireno' -cuyo capitán, Lawrence Onone, y los miembros de la tripulación, todos de nacionalidad nigeriana, eran buscados por la policía después de que las autoridades beninesas dieran la orden internacional de captura-, atracó en Cotonou, el principal puerto de Benin, rechazado en muelles de Gabón y Camerún. El capitán, al descender del barco, aseguró en declaraciones a las autoridades la inexistencia de «niños ilegales» a bordo y dijo a los periodistas no haber cometido «ningún crimen que justifique mi arresto; no tráfico con niños esclavos y nadie puede probar esta acusación», subrayó.

Es difícil saber si los hechos que se relatan a continuación son reales o magnificados por el imaginario popular. Si bien es cierto que multitud de testimonios en lugares distintos y distantes entre sí avalan ya sea por acumulación o por abundamiento, por coincidencia o detalles comunes, por la subjetividad del odio o sencillamente, por ser auténticos, se hace obligada una revisión y un rescate del olvido de aquellos luctuosos acontecimientos, poniendo en su lugar la discutible etapa dorada de la colonización española en África. A finales del siglo XIX, distintos poderes imperiales trocearon y se repartieron África como si se tratara de un pastel de cumpleaños. La arrogante suficiencia de muchos hombres blancos que en sus lugares de origen no eran más que carne de anonimato sin ningún reconocimiento operó una transformación espectacular orillando la educación formal y valores que se les suponía de cierta calidad, descubriendo auténticos asesinos en serie que llegaron a creerse dioses reencarnados ante la inocencia, patente atraso de los autóctonos o sencillamente, provocando asimétricas y desproporcionadas acciones en defensa propia. Tal vez, seducidos por la increíble superioridad tecnológica y los abusos que emanaban de su aplicación incontestable, se vieron rodeados de una aureola de invulnerabilidad y actuaron sin contemplaciones contra gentes indefensas en territorios alejados del escrutinio de las leyes europeas y por lo tanto, al amparo de la más absoluta impunidad. La diferencia entre el bien y el mal, la cordura y la locura, la honestidad y coherencia con los propios principios, es algo que solo se conoce en las situaciones límite donde se descubre el verdadero entramado del yo y sus sibilinos automatismos camuflados. El vacío que se halla en el corazón de la humanidad deviene en ocasiones en el sinsentido de la violencia o, excepcionalmente, en la compasión. En África, en general, no se dio lo segundo.

Corría el año 1921 y la etnia Fang –más instalada en la parte continental que en la isla de Santa Isabel– se seguía negando rotundamente a someterse a los caprichos de los colonizadores y a ser esclavizados sin más. Dentro de los Fang existía un núcleo duro que abogaba por la guerrilla contra los españoles y que con rudimentarios recursos –trampas de estacas, redes de captura camufladas y ocasionalmente arcos y flechas– hostigaban a las tropas coloniales españolas. Los colonos estaban inquietos ante este aumento de actividades “subversivas” y la autoridad militar envió expresamente al teniente Ayala para pacificar la zona y dar un “toque” a los díscolos Osumu. El caso es que este sádico personaje dejaría una impronta indeleble entre los autóctonos que aún a día de hoy es recordada en la tradición oral por ancianos cuentacuentos.

Al norte del país, en una población llamada Mikomeseng, había una gigantesca acacia centenaria. Una mañana temprana, conforme la luz del amanecer se iba revelando en toda su grandeza y empezaba a bañar las riberas del Kufang, Ayala convocaría a algunos de los miles de pobladores de aquella diminuta ciudad para asistir a un espectáculo dantesco. Según se iba desvelando, la realidad y el drama se hacían más ostensibles, la aberrante imagen del horror se manifestaba en toda su extensión. Cerca de cien desgraciados pendían colgados de finas sogas de cañizo enredados, ahorcados y mecidos pendularmente por la amable brisa proveniente del rio. El escarmiento sistemático de la Guardia Colonial hacia aquellas gentes descalzas había obligado a crear un vasto cementerio improvisado en el que miles de represaliados por este psicópata de manual dormían el sueño de los justos. Tal vez inspirado por las tremendas y macabras cifras del abominable Leopoldo II de Bélgica -probablemente el mayor genocida de la historia conocido hasta la fecha-, decidió copiar los métodos que aniquilaron en el Congo Belga allá en los albores del siglo y que enviaron a la eternidad a mas de diez millones de desgraciados esclavizados hasta la saciedad.

Pásate por Destacado >> Junio 2020.

Mientras, las noticias iban llegando al gobernador de la colonia que o se ponía de perfil o intentaba en vano paliar con tiritas allá donde la sangre manaba desbocada clamando justicia. Uno de los acontecimientos mas dramáticos que convertiría al teniente Julián Ayala en la viva encarnación del demonio sucedería tras una noche toledana en las cercanías de la fronteriza ciudad de Ebibeyin, cuando media docena de niños en un premonitorio llanto desgarrado -quizás anticipándose a los acontecimientos-, no cesaban de gemir, y desvelando el sueño del monstruo, serian echados a la hoguera sin mas contemplaciones. Las reacciones de violencia inusitada y desproporcionada de este representante del horror para con los nativos rebasaban ya las delgadas lineas rojas de lo tolerable.

El único valedor que tenían los locales ante tanto despropósito era el obispo de Bata que denunciaría vehementemente a los cuatro vientos las atrocidades de este Kurtz ('El Corazón de las tinieblas', de Joseph Conrad) a la española, sin conseguir detener sus correrías. A costa de enormes atrocidades, el gobernador de la isla, Núñez de Prado, compinchado con este asesino de masas, capturaba braceros entre la levantisca etnia Fang y los reexpedía a la Isla de Santa Isabel para trabajar en régimen de absoluta esclavitud en las estratégicas plantaciones de cacao. Esto ocurría en una colonia bajo control de España y a la vista de las autoridades encargadas de administrar sensatamente lo que debería de suponerse como prácticas de buen gobierno. Pero la corrupción era total, como se demuestra por los informes de la Cámara Agrícola de Fernando Poo, que regaba copiosamente las amorales voluntades de funcionarios que hacían su agosto en aquellas tierras donde había mas “pájaros” en tierra que en las copas de los árboles.

La retórica colonialista de la época consigna que lo allí acontecido con Ayala y sus adláteres, obedecía a cómo se actuaba en aplicación de un canon de comportamiento muy extendido en aquellas latitudes y aprobado 'sotto voce' como doctrina militar, tal que las circunstancias así lo exigían. Julián Ayala huyó a Camerún cuando sus heces le llegaban al cuello; era el año del horror de 1939 y mientras sus huellas desaparecían en las profundidades de la jungla y los ecos de su brutalidad afloraban en la prensa europea, otra tragedia se despertaba en el corazón de las tinieblas.

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