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07 - Enero - 2024
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Cancelando la historia.

Costaza Rizzacasa d’Orsogna es licenciada en Escritura por la Universidad de Columbia (Nueva York), periodista y escritora especializada en cultura y literatura norteamericanas y en problemas relacionados con la diversidad. Es autora de cuentos, novelas y poesía. Su primera novela ha sido adaptada al teatro. Algunas de sus entrevistas para el Corriere della Sera y su suplemento cultural se han incorporado al libro La cultura de la cancelación en Estados Unidos.

La lista de obras y autores cancelados mueve al escándalo: Philip Roth, Blake Bailey, Mark Twain, Harper Lee, Hemingway, Norman Mailer, Homero, Mary Poppins, Scott Fitzgerald, Ovidio, Falkner, Platón, Dostoyevski …

Están proliferando en EE.UU. los ‘trigger warnings’, advertencias sobre contenidos susceptibles de molestar en obras literarias, lo cual es una síntoma de la llamada cultura de la cancelación que ha provocado expulsiones de profesores, censuras a escritores y prohibición de libros en bibliotecas públicas. La periodista italiana Costanza Rizzacasa lo califica de “movimiento antiintelectual” en este libro que es como un gran reportaje, basado en investigaciones y entrevistas a profesores y profesionales del mundo académico y editorial. Advierte que ya no se trata de una mera cuestión de corrección política, sino que los canceladores apuntan a la vida privada de los cancelados, a quienes acusan de contaminar sus obras. Grandes autores del canon occidental, como Shakespeare, Faulkner, Hemingway o Philip Roth están en el punto de mira de los canceladores. Así a Mark Twain se le acusa de usar lenguaje racista; a Harper Lee, de salvacionismo blanco en Matar a un ruiseñor; y a Philip Roth de “misógino maquiavélico”, basándose en la memoria de una de sus esposas, lo que lleva a preguntarse a Rizzacasa qué tiene que ver el comportamiento personal de un autor con sus libros. Lo cierto es que cada vez más editoriales cuentan con un sensitivity reader, vigilante de las incorrecciones raciales. La cultura occidental, en general, está bajo sospecha, porque hasta el latín y el griego han sido atacados por ser lenguas ligadas a la supremacía blanca y al colonialismo.

Alejada de esos ánimos encendidos, airados e hipersensibles, Rizzacasa d’Orsogna analiza aquí un fenómeno, de cuyo origen fue testigo en los años en que fue estudiante en Estados Unidos, que ha devenido en pocas décadas en uno de los asuntos más delicados con los que actualmente lidia la cultura occidental.

Las conclusiones son inquietantes. Porque la cultura de la cancelación suprime el debate, ya que los canceladores “no sienten la necesidad de explicar su posición, sino que están convencidos de que es la única correcta”; porque se instala el miedo en la universidad; el victimismo pone en peligro el intercambio de ideas y limita la libertad de expresión; disminuye la confianza en las instituciones y en los expertos etc. Todo ello acrecienta la polarización, de hecho ya se habla abiertamente en Estados Unidos de la posibilidad de una guerra civil, algo impensable hace unos años. Como advierte uno de los entrevistados por la autora, no hay una sola guerra armada a la que no haya precedido una guerra cultural. La autora matiza que la cultura de la cancelación no parte solo de la izquierda, sino también desde la derecha, en asuntos como el lenguaje obsceno o blasfemo, el contenido sexual o contrario a los valores religiosos.

Lo que los Simpson reflejaron en un episodio de 1991 también ocurrió en Rusia en 2016: el David de Miguel Ángel fue censurada por considerarse "ofensiva". A principios de 2023 en Tallahassee (Florida), se procedió al despido de la directora de una escuela por enseñar a sus alumnos la escultura, al que los padres consideraron "pornográfico".

No niega Rizzacasa que es preciso reconocer los comportamientos equivocados que antes se toleraban así como el dolor causado, pero el problema es pensar que todo el dolor que sufrimos es daño que se nos hace; todo el daño es trauma, y todo trauma viene de alguien abusador. El problema es vivir la indignación como estilo de vida, y como bien de consumo con su mercado y su marketing. Además de que, si acabara imponiéndose la censura de la cancelación, se cumpliría la profecía de Dostoievski: “Las personas inteligentes tendrán prohibido hacer cualquier tipo de reflexión para no ofender a los imbéciles”.

De un tiempo a esta parte, al abrir una novela, el lector puede encontrarse con una nota aclaratoria o exculpatoria como: “algunas expresiones proferidas por los personajes de esta novela obedecen al contexto determinado y a la época en que se desarrolla la historia, y no reflejan en absoluto la opinión del autor”. Algo de ese tipo. Una excusatio non petita innecesaria (la diferencia entre autor y personaje es, o debería ser, obvia para cualquiera), impensable hasta ahora y, francamente, ridícula. La costumbre se ha implantado hasta el punto de que dichas advertencias tienen ya su nombre; en inglés, por supuesto, ya que es Estados Unidos el país de origen: trigger warnings, advertencias sobre contenidos susceptibles de molestar. Sin entrar en lo que supone esa ignorancia básica sobre lo que son opiniones de los personajes y opinión del autor, tales avisos son un síntoma de algo que viene ocurriendo en los últimos años, y que constituye una característica de estos tiempos. El fenómeno tiene diversos nombres, según quien lo designe: corrección política, movimiento woke, cultura de la cancelación, ofendiditos… Y aunque el asunto pueda parecer irrelevante, incluso prestarse a bromas, la llamada cultura de la cancelación ha provocado expulsiones de profesores, censuras a escritores, prohibición de libros en bibliotecas públicas… Las noticias sobre estos hechos saltan a menudo a los medios de comunicación. Solo por poner un ejemplo reciente, el diario El País publicaba el dato de que el número de peticiones para retirar libros de las bibliotecas de Estados Unidos fue de 2.571 en 2022, el doble que el año anterior. Este triste récord se bate año tras año, de modo parecido a como lo hace el de las temperaturas (comparación que no deja de ser ominosa si pensamos en el clásico Fahrenheit 451, que tenía precisamente que ver con el calor y con los libros).

Libros prohibidos y censura dentro de una monográfico de nuestra bibliotecaria.

Costanza se ocupa de la cultura de la cancelación en el país en el que ha surgido, y que la está exportando, en este libro que es como un gran reportaje, centrado en diversos autores y casos de cancelación, y basado en investigaciones y entrevistas a profesores y profesionales del mundo académico y editorial. Pues este “movimiento antiintelectual”, “la furia ciega de la cancelación”, se extiende, desde la escuela a las editoriales. Un par de observaciones previas: el ánimo censor no es exclusivo de la izquierda, aunque quizá los casos promovidos por ella tengan más resonancia, y la expresión cultura de la cancelación procede de la derecha estadounidense, que la considera censura; para la izquierda, se trata de asunción de responsabilidades y rendición de cuentas. Y no falta quien niega la existencia del fenómeno.

El argumento de los canceladores ha pasado de ser una mera cuestión de corrección política, centrada en el lenguaje y pensada para no ofender a cualquier grupo social, a ir más allá y ocuparse de la obra de numerosos autores, contaminada no ya por su contenido, sino por la vida privada del autor. El entusiasmo cancelador no se arredra ante los méritos literarios. La escritora estadounidense de origen indio Padma Venkatraman ha expresado muy bien la idea que subyace en el movimiento: “Si eximimos a Shakespeare de sus responsabilidades solamente porque vivía en una época histórica en la que prevalecían sentimientos de odio, corremos el riesgo de estar transmitiendo el mensaje de que la excelencia académica es más importante que la educación y el respeto”. Si algo así se puede decir de Shakespeare, el autor que ofrece la mayor amplitud de la pasión humana, al decir de T. S. Eliot, y al que Harold Bloom coloca en el centro del canon occidental, que no esperen compasión Hemingway, Faulkner, Mark Twain, Philip Roth o Salinger, autores, entre otros, de lo que se ocupa Rizzacasa d’Orsogna. Como dice esta, Estados Unidos está replanteándose su propio canon literario –y más cosas- a la luz de lo políticamente correcto. Los casos que lo demuestran proliferan. Las aventuras de Huckleberry Finn del gran Mark Twain, que ya en su día fue objeto de críticas por su lenguaje y su “humorismo ciertamente no adecuado para señoras”, hoy (cuando lo incorrecto es pensar que haya algo no adecuado para las señoras) lo es por el lenguaje racista de los personajes, que –sobra decirlo- era el propio de esos personajes en la época en que se escribió. A Harper Lee se la acusa de salvacionismo blanco en su clásico Matar a un ruiseñor por convertir en héroe al protagonista blanco que defiende a un negro en un juicio. A Jeanine Cummins, de apropiación cultural (a los canceladores no les faltan etiquetas para colgar en todo aquello que combaten) por escribir de migrantes mexicanos –en su novela Tierra americana– sin ser ella ninguna de las dos cosas.

Esto último tiene su particular adaptación al cine cuando se rechaza que la gentil Helen Mirren interprete a la judía Golda Meir o que el español Javier Bardem encarne a un cubano (cosa que ya hizo en 2000 con el escritor Reynaldo Arenas, sin que levantara el menor escándalo: o tempora o mores). Que estas acusaciones no son inocuas ni meras anécdotas, lo demuestran consecuencias como las que acarreó el caso de Cummnis: la editorial pidió disculpas, canceló una gira de promoción de la autora y recibió a una representación de las minorías de las que partían las críticas, a la que prometió aumentar el número de trabajadores de orígenes latinoamericanos. Las editoriales en general cuentan cada vez más con la presencia de un sensitivity reader, un vigilante de las incorrecciones raciales. Hoy, Faulkner resulta incómodo y se le está eliminando de las lecturas recomendadas para escuelas y universidades, por su visión de los negros y la vida en el Sur. Pero, como dijo el escritor negro James Baldwin, “la condición del negro en los Estados Unidos es una forma de locura que afecta a los blancos”. “Y nadie ha contado esa locura mejor que Faulkner… Su grandeza reside en que cuenta las vergüenzas de los blancos… no es ningún apologeta del Viejo Sur”, sostiene la autora.

En este pueblo somos muy de Faulkner.

Otras veces, las críticas no se dirigen a la obra, sino a la vida privada del autor. Es el caso de Philip Roth, incluso de su biógrafo Blake Bailey. Este, por partida doble: por el hecho de ocuparse de un escritor de vida personal discutida y por su propia vida personal. Las acusaciones a Roth se basan, en buena parte, en las memorias de una de sus esposas, que lo tildaba, entre otras cosas, de “misógino maquiavélico”. Las acusaciones que algunas mujeres dirigían a su biógrafo eran más graves: abusos y violación. Pero -argumenta la autora del libro- aparte de que otros testimonios, también femeninos, podrían dar una visión distinta de Roth, y de que las acusaciones a ambos no son más que acusaciones que deberían probarse; incluso dándolas por buenas y admitiendo la gravedad de las dirigidas a Bailey, debemos preguntarnos qué tiene que ver el comportamiento personal de un autor, cualquiera de ellos, con los libros que escribieron. En otras palabras, si el fabricante de una aspiradora tiene un pasado de acosador sexual ¿habrá que retirar la aspiradora del mercado? ¿Se puede leer Mein Kampf sin ser partidario de Hitler? Shakespeare, Faulkner… Ni la excelencia literaria ni las barreras cronológicas detienen a los partidarios de la rendición de cuentas. Los venerables estudios clásicos han sido atacados por entender algunos que el latín y el griego son lenguas ligadas a la supremacía blanca y al colonialismo. Aunque la defensa de dichos estudios debería ser superflua, la autora no deja de recoger la opinión de un profesor emérito de estudios clásicos de Princeton (Andrew L. Ford), universidad de la que han partido algunos de esos ataques: “Nunca nadie se ha hecho más sabio ignorando sistemáticamente culturas tan inmensas y tan profundamente influyentes como la griega y la latina”.

Y de nuevo The Simpsons. Y de cómo un producto de éxito puede caer en barrena si no se canalizan como es debido las quejas de los consumidores. Esta es la idea principal del episodio ‘Rasca, Pica y Marge’. El episodio es una sátira sobre la censura que empieza con Maggie atacando a Homer con un mazo y, por ello, Marge culpa a los dibujos animados Itchy & Scratchy. Marge forma la agrupación «Springfildianos por la No Violencia, Comprensión y Ayuda» —SNUH, por sus siglas en inglés— y obliga a la familia a manifestarse en el exterior de los estudios donde se producen los dibujos. Con el tiempo, la protesta comienza a coger fuerza y más gente se une e incluso a protestar junto a The Krusty the Klown Show, programa en el que se emite Itchy & Scratchy. A continuación, Marge aparece en el programa de Kent Brockman, Smartline, donde invita a los padres a que envíen cartas para pedir el cese de la violencia en los dibujos animados. Tras la llegada de muchas más quejas, Mayers reconoce su derrota y cancela la violencia de los dibujos.

El triunfo de una tia loca.

En la nueva versión [de los dibujos] se ve a los protagonistas sentados en un balancín y bebiendo limonada, lo que hace que Bart, Lisa y todos los niños del pueblo dejen de ver el programa y salgan de sus casas a divertirse. Es más, por la noche, Bart y Lisa presumían ante sus padres de lo que habían hecho a lo largo del día. Mientras tanto, el David de Miguel Ángel estaba en un tour por los Estados Unidos y Springfield es uno de los destinos programados. SNUH urge a Marge a protestar contra la escultura debido a que es ofensiva e inapropiada. Sin embargo, ella cree que es una obra maestra. Mientras aparece en Smartline, Marge reconoce que está mal censurar una parte del arte pero no la otra y concluye de forma triste que mientras una persona pueda discrepar de su postura ella tampoco debe hacerlo. Eso hace que Itchy & Scratchy vuelva a su formato original y que los niños de Springfield abandonen sus saludables actividades para permanecer frente al televisor viendo la serie. Homer y Marge van a ver el David y esta expresa su decepción respecto a que los niños se queden en casa viendo como «un gato y un ratón se destripan entre sí». Finalmente, Marge se alegra cuando Homer le recuerda que en la escuela les obligarán a ir a los museos.

Más allá de los casos concretos como los citados, hay conclusiones inquietantes que se desprenden de ellos y a las que se refiere el libro. Estas tienen que ver con la supresión del debate (los jóvenes canceladores “no sienten la necesidad de explicar su posición, sino que están convencidos de que su posición es la única correcta”), el miedo que se ha instalado en la universidad o el hecho de que la cultura del victimismo pone en peligro el intercambio de ideas. Por otro lado, “se trata de un movimiento tan apegado a las palabras, que parece perder de vista la sustancia”. Como dice el lingüista de Columbia John McWhorter, “estamos tan ocupados haciendo de policías del lenguaje del prójimo que nos olvidamos de cuál sería de verdad nuestro cometido, que… consiste en remangarse y ponerse manos a la obra para cambiar la sociedad en la práctica”. “De la segunda era de lo políticamente correcto –escribe la autora- resultarán una creciente polarización fuera y dentro de los campus, una menor libertad de expresión y económica, una confianza a la baja en las instituciones y en los expertos, menos creatividad de los alumnos…”. La polarización es un asunto mayor; pues, como se dice en el libro, esta creció a raíz de la pandemia (en contraste con otra catástrofe anterior, la del 11-S, que unió a la población) y hoy se habla abiertamente en Estados Unidos de la posibilidad de una guerra civil, algo (el mero hecho de considerar la posibilidad) que, hace unos años, hubiera sido impensable.

Y, como recuerda uno de los entrevistados por la autora, son las guerras culturales las que pueden llevar a esa ruptura del sistema democrático y no hay una sola guerra armada a la que no haya precedido una guerra cultural. Otra conclusión en la que insiste la autora del libro es que la censura procede tanto de la izquierda como de la derecha. Si la de la izquierda, quizá más publicitada, tiene que ver con la llamada teoría racial crítica y lo que ella implica, la de la derecha responde a asuntos clásicos como el lenguaje obsceno o blasfemo, el contenido sexual o contrario a los valores religiosos, promover la desconfianza hacia las fuerzas del orden (lo que eliminaría toda la novela policiaca moderna) o la enseñanza relacionada con la teoría racial crítica o la diversidad sexual; es decir, una enseñanza que pueda infundir en quienes la reciban un sentimiento de culpa por las acciones de su antepasados blancos. Esto último como se ve, un caso de supersimetría. Los motivos anteriores los esgrimen quienes impugnan la presencia de ciertos libros en las bibliotecas de Estados Unidos. Y que son mayoritariamente padres de alumnos (un 50%). Los grupos políticos o religiosos constituyen el 9% de los impugnadores, y los alumnos, solo el 1%.

Como siempre que se abordan estos asuntos, conviene recordar las buenas intenciones (esas que empiedran el camino al infierno) que están en su origen. Pero, “si por una parte es importante reconocer los comportamientos equivocados que antes se toleraban, y si bien es fundamental entender los aspectos psicológicos de un daño que alguien ha sufrido, así y todo nuestra sensibilidad –nuestra susceptibilidad- se ha puesto verdaderamente por las nubes”, escribe la autora. El problema es pensar que todo el dolor que sufrimos es daño que se nos hace; todo el daño es trauma, y todo trauma viene de alguien abusador. Es decir, ya no hay ofensas individuales, sino muestras de la opresión de unos grupos mayoritarios contra otros minoritarios El problema es también vivir la indignación como estilo de vida, como bien de consumo con su mercado y su marketing, y, sobre todo, como medalla. Además de que, si acabara imponiéndose la censura rampante de la cultura de la cancelación, se acabaría cumpliendo lo anunciado por Dostoievski: “Pronto las personas inteligentes tendrán prohibido hacer cualquier tipo de reflexión para no ofender a los imbéciles”. Todo esto no acaba de comenzar, pero está lejos de haber llegado a su fin.

El pasado 8 de Abril se celebró el cincuentenario de la marcha de Pablo Picasso, el artista más allá del hombre a sido caracterizado por muchos como un misógino, un matón que ponía a 'sus' mujeres en un pedestal para luego derribarlas, un hombre que temía, además de desear, el cuerpo femenino y que era un marido, amante e incluso abuelo egoísta, exigente y narcisista. Más allá de su magnífica obra, a Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Mártir Patricio Clito Ruiz y Picasso se le puede estudiar también por la relación con las numerosas mujeres de su vida. Indudable genio con los pinceles, los estudiosos del pintor español coinciden en que hizo muchísimo daño a las mujeres a las que supuestamente amó, a quienes también trató de forma tiránica y despiadada. Fuentes de inspiración y objeto de deseo, iba hilvanando amantes y esposas, siendo infiel si no a todas, a casi todas ellas.

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Eneko llevaba colaborando desde el número cero, unos 17 años, en el diario 20 Minutos, el decano de la prensa gratuita en Madrid. Sus viñetas eran una de esas raras ventanas a otras perspectivas, puntos de vista radicalmente diferentes a los que se suelen encontrar en los medios de masas. Había publicado dibujos que apoyaban huelgas, criticaban a las multinacionales, a los empresarios o a la Iglesia, mostraban otras caras de lo que pasaba en Venezuela o incluso, vade retro, se atrevían a sugerir que la carta de los derechos humanos de la ONU era también aplicable a los presos de ETA. Un auténtico milagro tratándose de un periódico con un millón de lectores diarios. El 31 de octubre de 2017 le dijeron que no era necesario que volviera, que ya no contaban con él. No fue de un día para otro. De tres dibujos a la semana, paso a dos y después a uno. Y de los últimos tres dibujos que envió, dos fueron directamente censurados. ¿El tema de los dibujos? ¡Adivinen! Catalunya, represión y una bandera de España que oculta los temas de corrupción.

Una de las viñetas de Eneko que el gratuito '20 Minutos' decidió no publicar, días antes de comunicar al dibujante que ya no contaban más con él. En Junio de 2019, Público anunciaba su fichaje.

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Desde hace mucho tiempo se viene aplicando una estrategia “pre-woke” y de cancelación de personajes fundamentales del siglo XVI, no porque fueran machistas (muchas eran mujeres), justificaran la esclavitud o cosas del género, sino por algo más simple: porque sentaron las bases intelectuales de la modernidad y esa tarea sólo les estaba permitido hacerla a otros. Es tan relevante el siglo XVI para entender la evolución de Occidente y el nacimiento de la modernidad que conviene ocultarlo a toda costa por haber sido dominado por hispanos.

Una muestra de esa estrategia es el famoso libro A History of Western Philosophy del filósofo británico Bertrand Russell (1872-1970). Repasa los grandes pensadores occidentales, desde los presocráticos a principios del siglo XX, sin citar ni un solo pensador español. Alude de pasada a Ignacio de Loyola y a Domingo de Guzmán, pero reduciendo su mérito a ser meros fundadores de las órdenes religiosas jesuita y dominica que acogerían grandes intelectuales. Ante la duda de si se trata de un acto de mala fe, una posible pista nos la da Frances Stonor Saunders, quien en su libro La CIA y la Guerra Fría Cultural incluye a Russell entre los académicos que trabajaron para el servicio secreto estadounidense. Si Ortega y Gasset hubiera escrito una «historia de la filosofía occidental» sin incluir a ningún filósofo inglés o alemán no sería admirado hincando rodilla por Inglaterra o Alemania. En el mundo hispano son legión los que idolatran a Russell.

En opinión de muchos, Bertrand Russell posiblemente haya sido el filósofo más influyente del siglo XX, al menos en los países de habla inglesa, considerado junto con Gottlob Frege como uno de los fundadores de la Filosofía analítica. Es considerado también uno de los lógicos más importantes del siglo XX. Escribió sobre una amplia gama de temas, desde los fundamentos de la matemática y la teoría de la relatividad al matrimonio, los derechos de las mujeres y el pacifismo. Asimismo polemizó sobre el control de natalidad, los derechos de las mujeres, la inmoralidad de las armas nucleares, y sobre las deficiencias en los argumentos y razones esgrimidos a favor de la existencia de Dios. En sus escritos hacía gala de un magnífico estilo literario plagado de ironías, sarcasmos y metáforas que le llevó a ganar el Premio Nobel de Literatura.

Resulta difícil pensar que Russell no hubiera leído a su compatriota Lord Acton (1834-1902) cuando decía “La mayor parte de las ideas políticas de Milton, Locke y Rousseau se pueden encontrar en las ponderosas obras en Latín de los jesuitas, súbditos de la Corona española como Lesio, Molina, Mariana, y Suárez”. O a G.K. Chesterton (1874-1936) cuando señalaba “España ha sido campeona del progreso y de la libertad (…) ha estado a la cabe de todos los demás países como fue a la cabeza de todos en América”. Claro que Acton y Chesterton eran católicos por lo que tal vez, aunque Russell predicara la libertad de pensamiento, su amplitud de miras no llegara a tanto, Más comprensible es que no leyera (o no quisiera leer) a Friedrich A. Hayek (1899-1992) cuando señalaba “Los principios teóricos de la economía de mercado y los elementos básicos del liberalismo económico no fueron diseñados por calvinistas y protestantes escoceses, sino por los jesuitas y miembros de la Escuela de Salamanca durante el Siglo de Oro español”. Claro que Hayek era también católico, aunque acabó siendo agnóstico.

El apoyo a regímenes autoritarios y dictaduras sería una constante en Hayek, quien mantuvo posiciones muy claras respecto de la justificación de gobiernos autoritarios.

No obstante, lo más lógico es pensar que Russell vivía contaminado, consciente o inconsciente, por dos mitos que presiden el discurso dominante en Occidente: que la modernidad llega con el protestantismo de Lutero y que las «luces» lo hacen con la Ilustración francesa. Semejante sesgo cognitivo ha requerido una doble estrategia de ocultación: la del lado oscuro del protestantismo y de la Ilustración, por un lado, y la de las luces de la filosofía hispana, por otro. De hecho, los que critican el eurocentrismo deberían precisar que lo que se ha impuesto es un enfoque esencialmente franco-anglosajón pues el componente hispano ha sido tan despreciado en Occidente, o más, que el resto de culturas no occidentales.

Para no dejar el siglo XVI como un agujero negro hubo que encumbrar a Descartes y Spinoza como los primeros filósofos modernos y a Francis Bacon como el introductor del pensamiento empírico-científico. Sin embargo, la obra de Descartes es tributaria de las Disputaciones metafísicas de Suárez y bebe de la influencia de Gómez Pereira, quien ya adelantara el célebre «Cogito ergo sum» en De inmortalitate animae. Algo semejante pasaría con Spinoza, por cierto de origen sefardita, quien reconoció que debía mucho a Francisco de Suárez. En cuanto a Bacon le habría precedido García de Céspedes con su Regimiento de navegación de quien Bacon incluso llega a copiar la portada. En realidad, la modernidad tiene fuentes hispanas. Domingo de Soto, en su obra Quaestiones de 1551, expuso varios estudios sobre mecánica que influirían en el trabajo de Galileo, siendo el primero en establecer que un cuerpo en caída libre sufría una aceleración constante, fundamental para comprender el funcionamiento de la gravedad atribuida en solitario a Newton. En la Universidad de Salamanca trabajaron científicos de la talla de Juan de Aguilera, Alonso de Santa Cruz (el primero en describir la variación magnética) o Juan López Velasco, que describió los eclipses lunares ya en 1577. Por cierto, seguían los escritos de Copérnico, a diferencia de Calvino, que criticaba la teoría heliocéntrica por situarse por encima del Espíritu Santo. Pero Calvino es la modernidad por no ser hispano.

Gómez Pereira fue un filósofo, médico y humanista español, natural de Medina del Campo.? Fue un afamado profesional de la medicina, aunque dedicó su tiempo a ocupaciones muy diversas, como los negocios, la ingeniería y, sobre todo, la filosofía.

Tampoco Hugo Grotius (1583- 1645) hizo más que difundir lo que ya habían diseñado los escolásticos españoles Vitoria, Soto, Molina y Suárez a los que cita en su De iure belli ac pacis. Sin embargo, por arte de birlibirloque metodológico, la escuela nórdica del derecho natural ha pasado por ser la que difundió los derechos subjetivos, olvidándose sus verdaderos orígenes. Y fue Jerónimo de Ayanz (el Leonardo español) el verdadero inventor de la máquina de vapor y no los británicos James Watt y Thomas Savery. Hay muchos otros ejemplos. Pero por si fuera poco, el siglo XVI es también el siglo de las mujeres hispanas. Por eso también había que cancelarlo porque el resto de países no puede mostrar a una Isabel I fundadora de un Imperio hispánico en el que no se ponía el sol y defensora de la igualdad de los indígenas. A ella se unen doña Juana, Isabel de Portugal, gobernante de España y las Indias cuando Carlos I guerreaba por Europa; Juana de Austria, regente de España; María de Austria, gobernadora de Flandes durante 24 años donde se conoció un gran periodo de progreso. Pero también: Doña Marina, Isabel de Moctezuma, Luisa de Medrano, Catalina de Bustamante, Beatriz Galindo, María Pita, Isabel Barreto, Teresa de Jesús, Ana Caro, y tantas otras mujeres canceladas que conviene que su recuerdo sea rescatado.

Con todos estos datos, es comprensible que se empeñen en borrar o menospreciar nuestro siglo XVI. Lo que procede es comenzar a valorar nuestra historia ¿Y si la Ilustración hubiera nacido en los debates serenos de la Universidad de Salamanca y no en la sangre de la guillotina que corría por las aceras de París?

Avec plaisir ...

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