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31 - Julio - 2019
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Este miércoles se cumplen 100 años del nacimiento de Primo Levi (Turín, 1919-1987). De origen judío, superviviente del Holocausto, ha pasado a la historia como el testigo directo irreemplazable que narró con rigor naturalista el horror de Auschwitz en Si esto es un hombre (1947), una de las obras fundamentales del siglo XX. Pero también se trata de un escritor fino, sobrio y concienzudo, que escribió novela y poesía, y manejó con enorme soltura el género del cuento, con una fascinante fórmula de imaginación anclada a la realidad, en libros como El sistema periódico (una especie de autobiografía en forma de relatos) o Defecto de forma (un conjunto de textos científico-fantásticos recientemente reeditado en español por Península).

Esta doble condición es la que reivindica en su aniversario Domenico Scarpa, especialista del Centro Internacional de Estudios de Primo Levi en Turín: “Cien años después de su nacimiento, es reconocido no solo como uno de los testigos más importantes de Auschwitz, sino también como escritor dotado de un vívido talento lingüístico y una energía imaginativa multifacética, y como un pensador capaz de entablar un diálogo transparente, apasionado e ingenioso con cualquiera de sus lectores”.

También se conoce cada vez más la figura del autor en toda su complejidad, con sus claroscuros, sus contradicciones, la doble vida de literato y de químico gerente de una fábrica de pinturas durante tres décadas, el enorme espíritu de ese “hombre pequeño y ligero, aunque no tan delicadamente constituido como sus apocadas maneras hacen pensar a primera vista” (según la descripción que de él hizo Philip Roth), cuyo motor fue siempre la curiosidad.

Una figura que se vislumbra en toda su obra: desde el joven judío culto y esmirriado, atormentado por su incapacidad para relacionarse con las mujeres, que se metió a partisano en la Italia de Mussolini, a ese superviviente del horror nazi, fascinado por el mundo y por la aventura que vuelve a casa atravesando media Europa en La tregua, obra escrita a principios de los sesenta y que, junto a Los hundidos y los salvados (1986), completa la trilogía fundamental de Levi sobre el Holocausto y sus consecuencias.

Pero quizá en ninguno de sus escritos se puede llegar a ver, en toda su crudeza, al hombre y al autor como en Yo, quien os habla, el libro de entrevistas que le hizo el filólogo y crítico literario Giovanni Tesio unas pocas semanas antes de su muerte, recién publicado en español, también por Península —dentro de su Biblioteca Primo Levi, que ha editado la mayor parte de la obra del autor turinés—. En sus páginas, mientras Tesio va haciendo preguntas con la intención de construir la biografía de un intelectual al que admira, va recibiendo las respuestas de un hombre cansado, que repasa su vida con los ojos de quien tiene la sensación de haber hecho ya todo lo que tenía que hacer y de haber dicho todo lo que tenía que decir. Un hombre de 66 años que ve el hecho de envejecer como “algo muy doloroso e irreversible”; alguien que ha perdido, en definitiva, la curiosidad.

“Bajones también he tenido, los he tenido a menudo, a menudo me he dejado llevar por... pero esto, la verdad, preferiría dejarlo correr”, dice Levi en un momento de la conversación. “Y frente a esos momentos de bajón, ¿cómo reaccionas?”, le interpela Tesio. “Trato de luchar con mis medios, pero... Además, el hecho de que me preguntes por estas cosas mientras estoy en crisis, me hace verlas de manera diferente [...] Ahora ya todo me da igual. Te lo dije desde el principio, estas son confesiones que se han de traducir”. Las entrevistas se produjeron el 12 y el 26 de enero, y el 8 de febrero; Levi murió —y todo apunta a que se suicidó—, el 11 de abril de 1987.

En ese momento ya era “incapaz de escribir”, le había confesado a Tesio: “Pero las cosas que he escrito no las desprecio, son sangre de mi sangre”. Una obra que merece la pena seguir leyendo, en todas sus variantes — “testimonio, autobiografía química, ciencia ficción (o, mejor, tecnología y biología-ficción), novela histórica, narraciones profesionales, ensayos breves sobre etología o lingüística...”—, entre otras cosas, porque “su energía de estilo, sus conocimientos, la amplitud de su cultura, visión y alcance parecen ser inagotables y emergen año tras año con creciente claridad”, insiste Scarpa.

Y también lo es, por su supuesto, por la forma que tiene de abordar y de fijar en la memoria colectiva uno de los más ignominiosos episodios de la historia de la humanidad, explica el profesor de la Universidad de Jerusalén Uri S. Cohen: “Lo que dice esencialmente Primo Levi, en el mundo después de Auschwitz, el mundo en el que las personas son capaces de hacerse algo así unas a otras, es que todos somos cómplices en el crimen contra la humanidad. Nos arrebata la posibilidad de mirar aquello como si fuera un teatro moral que podemos juzgar, y nos coloca en una posición muy desagradable”.

Primo Levi (Turín, 31 de julio de 1919 – 11 de abril de 1987) fue un escritor italiano de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas. Fue un resistente antifascista, superviviente del Holocausto. Es conocido sobre todo por las obras que dedicó a dar testimonio sobre dicho Holocausto, particularmente el relato de los diez meses que estuvo prisionero en el campo de concentración de Monowice (Monowitz), subalterno del de Auschwitz. Su obra Si esto es un hombre es considerada como una de las más importantes del siglo xx.

Al volver a Italia, ejerció como químico industrial en la factoría química SIVA en Turín. Pronto empezó a escribir sobre sus experiencias en el campo (Si esto es un hombre) y su vuelta subsiguiente a casa a través de un largo periplo por la Europa del Este (La tregua), en las que se convirtieron en sus dos memorias clásicas: Si esto es un hombre y La tregua. También escribió otras dos memorias muy apreciadas, Momentos de indulto y El sistema periódico. El primero lidia con personajes que observó durante su prisión. El segundo es una colección de piezas cortas, mayormente episodios de su vida, así como dos relatos, todos relacionados de algún modo con alguno de los elementos químicos. La ambiciosa novela Si ahora no, ¿cuándo?, que cuenta la historia de una banda de partisanos judíos durante la Segunda Guerra Mundial errantes por Rusia y Polonia, ganó los destacados premios Viareggio y Campiello cuando fue publicada en Italia e hizo a Levi internacionalmente conocido.

Sus relatos más conocidos se encuentran en La torcedura del mono (1978), una colección de cuentos sobre trabajo y trabajadores relatados por un narrador que recuerda al propio Levi. Se retiró de su posición como gestor de SIVA en 1977 para dedicarse a escribir a tiempo completo. El más importante de sus últimos trabajos fue su libro final, Los hundidos y los salvados, un análisis del Holocausto en el que Levi explicó que, aunque no odiaba al pueblo alemán por lo que había pasado, no lo había perdonado.

Retrato del escritor en 1950, cinco años después de la liberación de Auschwitz.

Murió, aparentemente por suicidio, el 11 de abril de 1987; no dejó nota aclarando que se quitara la vida. La cuestión sigue fascinando a los críticos literarios debido a la mezcla característica de oscuridad y optimismo en la escritura de este autor. Levi se precipitó por el hueco de las escaleras de su edificio, desde el tercer piso en el que vivía. Algunas de las biografías publicadas con posterioridad explican este hecho como una consecuencia inevitable de las heridas abiertas de su estancia en Auschwitz, así como de los horrores que allí vivió, que se reflejan en su obra. Pero es un asunto controvertido, pues amigos cercanos, que hablaban a menudo con él, no previeron en ningún momento tal desenlace. Hay quienes argumentan que el método elegido para quitarse la vida quizá no fuera el más adecuado para alguien que posee conocimientos de química. Todavía se desconoce si fue realmente un suicidio.

El compositor español Luis de Pablo admiró la "terrible" belleza de la obra poética de Levi. Utilizando textos de la misma, compuso la obra Passio, encargada por la RAI de Turín y estrenada en 2007.

Nadie como el propio Primo Levi podría contar mejor cómo fue el comienzo del final del Holocausto: “La primera patrulla rusa avistó el campo hacia el mediodía del 27 de enero de 1945. Charles y yo fuimos los primeros en avistarla: estábamos llevando a la fosa común el cadáver de Sómogyi, el primer muerto de nuestros compañeros de habitación. Volcamos la camilla sobre la nieve sucia, porque la fosa estaba llena ya y no había otra sepultura. Charles –prosigue su relato en La tregua– se quitó el gorro, saludando a los vivos y los muertos”.

Comenzaba el final de los sufrimientos de los campos de exterminio y trabajo de los nazis con un terrible saldo, de millones de muertos (seis de ellos, de judíos). Pero aún eran muchas las dificultades que aguardaban a los sobrevivientes del frío, los malos tratos, el hambre y las cámaras de gas antes de regresar a sus ciudades, hacer recuento de víctimas entre la familia y reintegrarse en una vida en libertad.

Una vida que la mera memoria de lo pasado hacía imposible vivir con normalidad. La capacidad literaria floreció con los recuerdos de tan dura experiencia, es tal vez quien mejor testimonio nos ha dejado de aquella barbarie.

Levi nació en Turín el 31 de julio de 1919 en el seno de una familia liberal y acomodada, y estudió Ciencias Químicas en la propia universidad turinesa. La brillantez de su currículo académico le auguraba un futuro prometedor, pero su condición de judío enseguida se cruzó en su camino profesional. El fascismo de Mussolini, que no ocultaba sus simpatías hacia el régimen nazi y sus métodos racistas, limitaba cada vez más la actividad laboral o mercantil de quienes llevaban la etiqueta de judíos. Levi a duras penas consiguió trabajo clandestino en una mina de asbesto en Balangero. Tenía veinticinco años cuando la milicia fascista hizo una redada entre sospechosos de participar en la resistencia contra el régimen, a la que Primo Levi se había sumado algunos meses antes. Carente de experiencia en la lucha clandestina, el 13 de diciembre de 1943 fue detenido, entregado a las fuerzas de ocupación alemanas y torturado por estas.

Unas semanas más tarde fue embarcado con otros centenares de prisioneros en un tren con dirección –según señalaba un cartel con una flecha– a Auschwitz, un lugar del que nadie había oído hablar. Varios de los prisioneros murieron sin auxilio alguno. Los vagones habían sido precintados y, durante los cinco días que duró el viaje, la falta de agua y el olor de los excrementos y orines se volvían insoportables. Comida tenían la que cada familia acarreaba. Los agentes de las SS que habían controlado el embarque, mostrando su cara más amable, les recomendaron que llevasen alimentos, prendas de abrigo y... dinero y joyas, por si lo podían necesitar. Una recomendación malévola con la intención premeditada de robárselo a las primeras de cambio. En el vagón de Primo Levi, uno de los más pequeños del convoy, iban hacinadas 45 personas. Apenas podían moverse. De pie cabían, pero sentadas, no. Para dormir tendidos en el suelo tenían que hacer turnos.

La angustia del viaje, bajo el traqueteo monótono sobre unos rieles desvencijados, con paradas interminables en estaciones con nombres desconocidos, terminó al anochecer del quinto día. El tren se adentró en la moderna estación de Birkenau, desde la que se divisaban largas filas de barracones y edificios de inimaginable destino. Después de tantas penurias, todos recibieron con alivio los rótulos que colgaban de algunas naves con la palabra “duchas” y, debajo, una frase en alemán recordando que “La higiene es salud”.

Visión aérea del campo en el año en que Levi llegó a él, en 1944.

Pero la ilusión de una ducha reconstituyente no era más que una trampa pensada para tranquilizar a los que llegaban. Conforme fueron descendiendo los pusieron en fila, e inmediatamente los médicos del campo empezaron a hacer una selección entre los considerados válidos para trabajar y aquellos en los que no merecía la pena invertir dinero en rancho para mantenerlos. Fueron apartados 66, y al resto de los que habían llegado vivos, unos 550, se los invitó educadamente a entrar en aquellas duchas, donde, en lugar de agua, les esperaba una corriente de gas Zyklon que les asfixiaría en pocos minutos. Entre ellos se contó Iolanda, la esposa de Primo Levi, de la que nunca volvería a tener noticia.

Corría el mes de febrero de 1944. La profesión de químico de Levi –el prisionero tatuado con el número 174.489– le llevó a ser incluido en el grupo de los considerados válidos para trabajar. Se le destinó al llamado lager (campo de concentración) de Monowitz, uno de los tres subcampos que integraban el complejo de Auschwitz en la Alta Silesia (Polonia). Monowitz no era un campo de exterminio, sino de trabajo, y albergaba a 12.000 prisioneros.

Levi fue destinado al bloque 30, que alojaba a un komando de trabajadores de la fábrica sobre la que giraba la principal actividad. Los internos que dejaban de ser válidos para las necesidades del campo eran devueltos en autocares a Birkenau, para ser liquidados en las cámaras de gas. En el lager de Monowitz funcionaba una factoría, Buna, de la empresa IG Farben, productora de caucho sintético. Era una de tantas compañías alemanas que, durante la etapa nazi, se aprovecharon de la explotación como esclavos de las víctimas del régimen, judíos en su mayor parte.

Buna fue considerada por los aliados objetivo militar, y fue la única instalación bombardeada del complejo de Auschwitz. Los desperfectos causados por las explosiones, de los que no se recuperaría, ya habían limitado notablemente su actividad cuando Levi se incorporó a sus laboratorios. “Tuve la suerte de ser deportado a Auschwitz en 1944, cuando la escasez de mano de obra obligaba a los alemanes a prolongar la vida de los prisioneros que iban a eliminar”. Permaneció en el lager diez meses, trabajando catorce horas diarias, sufriendo vejaciones, acusando el frío glacial en invierno y el calor agobiante en verano. Padeció enfermedades, vio morir a compañeros y soportó la crueldad y el ridículo de los kapos, los guardianes internos del campo. Judíos muchos de ellos, examinaban cada mañana si su camastro (que por su corta estatura tenía que compartir con un corpulento judío polaco) estaba bien alineado con los demás.

Aunque nada incitaba a conservar la esperanza, él soportó tormentos, privaciones e incertidumbres que iban agotando su salud e incrementando a cambio su fe; él, que nunca había sido una persona religiosa. Se resistía a creer que ser judío pudiera ser un pecado merecedor del castigo que estaba sufriendo.

Pese a la escasez de noticias, se extendieron rumores sobre un retroceso alemán en la guerra. Se vieron confirmados cuando, a mediados de enero de 1945, los miembros de las SS y soldados nazis empezaron a dejar el lager en manos de los jefecillos que habían colocado para el mantenimiento del orden. Durante unos días, mientras los guardias en Birkenau, a punto de la desbandada, volaban las cámaras de gas y los crematorios para borrar las pruebas de la barbarie, en Monowitz asumió el mando el lagerälteste del campo.

La fábrica del campo de trabajo de Monowitz, donde se destinó al escritor.

Este, un prisionero común alemán llamado Jupp Windeck, ejercía su superioridad racial germana y la correspondiente saña contra los judíos. En aquellas horas se creyó poco menos que el heredero del Führer, y el maltrato a los prisioneros se agravó. En el lager nada parecía haber cambiado: algunos kapos oficiosos y serviles se empeñaban en mantener en los bloques la disciplina impuesta por unos SS que ya habían escapado. Los prisioneros estaban tan desanimados que tardaron en ser conscientes de que su suerte estaba cambiando. No hubo celebraciones cuando irrumpieron los soldados del Ejército Rojo.

La evacuación del campo a pie entre la nieve y el hielo fue agotadora: mal calzados, mal abrigados y mal alimentados, caminaron sesenta kilómetros por la estepa durante siete días. Gran parte de Polonia todavía estaba ocupada por los nazis, y los soviéticos los llevaban deambulando sin rumbo claro hacia las partes liberadas. Algunos no resistieron y fueron quedando a medio enterrar por el camino. Levi inmortalizó aquella peripecia dramática, aunque también con algunos componentes esperpénticos, en La tregua. En sus páginas describe las calamidades hasta que consiguieron llegar a una estación de tren, donde embarcaron sin saber cuál sería su destino. El renqueante convoy fue pasando por instalaciones destrozadas, pueblos perdidos en la estepa y estaciones semiabandonadas. De vez en cuando, el tren se detenía en medio del campo sin razón aparente, y pasadas unas horas volvía a ponerse en marcha sin más.

No podían imaginar que su periplo se prolongaría varios meses, cambiando de trenes en múltiples ocasiones, con paradas incluso de semanas de duración. Iban a atravesar un buen puñado de países antes de enfilar hacia Italia. El trato que recibían de los soldados soviéticos era correcto, comparado con el dispensado por los alemanes, pero la anárquica organización resultaba surrealista. En el relato apasionante que Levi ofrece, lo primero que queda patente es la capacidad humana para resistir adversidades y apañárselas para sobrevivir. A veces, las raciones de comida que repartían los soviéticos eran abundantes y podían guardarse una parte, pero en otras ocasiones se alimentaban de lo que lograban adquirir a los campesinos en los mercados de pueblo a cambio de lo más inimaginable..., o de lo que conseguían arrancar de los huertos que asaltaban. Las patatas, los pepinos y, sobre todo, las zanahorias eran el principal elemento de subsistencia. Se proveyeron poco a poco de utensilios de cocina, y en las paradas improvisaban hogares con unas piedras y guisaban algún potaje con aquello que reunían. La única fuente proteínica que recibieron con cierta frecuencia fueron salchichas. De vez en cuando cocinaban en el suelo de los vagones, que se llenaban de un humo cegador.

Grupo de niños y jóvenes tras ser liberados por el Ejército Rojo en 1945.

De todos modos, la resistencia de algunos tocaba a su fin. Cada día que pasaba había algún componente menos en el grupo. En aquella situación, en que los días se hacían largos y las noches eternas, los viajeros tenían muchas horas para pensar, para recordar la vida en el lager, para rebelarse interiormente contra su suerte y para evocar la memoria de sus seres queridos, de los que nada sabían desde hacía mucho. La guerra, mientras tanto, avanzaba hacia su final. Los alemanes se retiraban hacia el oeste, dejando tras de sí pueblos arrasados por los bombardeos y gentes harapientas y asustadas que escapaban de la presencia de cualquier desconocido. Durante las esperas prolongadas, los supervivientes intentaban evadirse de las fatalidades. Guiados por el fondo de aquella frase que luego Levi acuñaría para la memoria, “los objetivos de la vida son la mejor defensa contra la muerte”, algunos pasajeros montaban espectáculos nocturnos alrededor de una hoguera que, cuando menos, les proporcionaba el confort de la lumbre.

Tampoco faltaban fugaces escarceos sexuales entre algunas parejas, o quien se olvidaba por unas horas de sus desgracias emborrachándose con lo que había podido adquirir o robar. Pero a los problemas acumulados se sumaba la aparición de enfermedades contagiosas y de epidemias de piojos y otros parásitos. La variedad de idiomas con que se iban encontrando, empezando por el ruso de sus protectores, les complicaba la comunicación y aumentaba la desconfianza que su presencia despertaba en los pueblos donde desembarcaban. Nadie sabía qué representaban los restos del uniforme del campo que aún formaba parte de su indumentaria, pero les daban aspecto de bandoleros y asustaban. Levi hablaba italiano, y en el lager había aprendido algunas palabras de yidis que le permitían entender algo de alemán. En octubre de 1945, tras haber discurrido por Ucrania, Bielorrusia, Rumanía y otros países, pasaron cerca de la frontera italiana, pero el tren se dirigió a Múnich.

Gafas pertenecientes a los prisioneros que habían sido ejecutados.

La capital bávara, que mostraba por doquier los desastres de la guerra y se esforzaba por recuperarse, generó en todos una sensación difícil de asimilar. Habían cambiado las condiciones, pero, aunque todos aquellos alemanes que discurrían por la ciudad parecían personas “normales”, los antiguos prisioneros no podían desvincularlos del recuerdo de sus sádicos guardianes.

"Teníamos la impresión –escribiría después Primo Levi– de tener algo que decir, cosas enormes que decir a todos los alemanes, y de que cada alemán debía hablarnos; sentíamos la urgencia de sacar conclusiones, de explicar y de comentar como jugadores de ajedrez el final de una partida. ¿Conocían la existencia de Auschwitz, la masacre cotidiana y silenciosa en las puertas de las casas? En caso afirmativo, ¿cómo podían andar por la calle, regresar a sus casas y mirar a sus hijos o cruzar el umbral de una iglesia? Sentía el número tatuado en el brazo gritar como una llaga”.

Finalmente, el tren con destino a Milán cruzó la frontera italiana. Los pasajeros llegaron a Turín el 19 de octubre. Hacía casi dos años que Primo Levi había sido detenido y casi ocho meses desde su liberación del lager de Monowitz. Aquel viaje insufrible, absurdo en su itinerario, en busca de la libertad y el reencuentro, había terminado. De los más de 1.200 judíos prisioneros que habían partido de Italia hacia Auschwitz en febrero del año anterior, apenas regresaban veinte. Su aspecto era penoso. Cuando Levi llamó a la puerta de su casa sin saber si quedaba alguien de su familia para recibirle, la portera del inmueble no le reconoció. Todos se hallaban a salvo. Su madre, que ya no le esperaba, le dijo al verle: “Hace frío, ponte un jersey”. “¡Ni hablar!”, respondió. No iba a ponerse un jersey. Tampoco tenía ninguno.

Para alegría o desconsuelo, nadie puede elegir a sus padres. La diosa Fortuna es la que se encarga de dilucidar si naceremos en el seno de una familia rica, pobre, bondadosa o cruel. A partir de ese momento no queda más que asumir quiénes son nuestros progenitores y vivir con ello. Aunque, en algunos casos, pueda ser una tarea casi imposible. Uno de los ejemplos más claros en este sentido es el de Brigitt Höss, supermodelo en la España de Francisco Franco, gran descubrimiento del diseñador Balenciaga y, para su desgracia, hija del comandante de Auschwitz Rudolf Höss (responsable de la muerte de un millón de personas en la Segunda Guerra Mundial). Su vida fue una suerte de montaña rusa, pues pasó de vivir entre lujos en el campo de concentración, a verse obligada a escapar de su país tras el fin de la contienda. Y todo ello, por culpa de su padre... Höss, el mismo hombre que se enorgullecía de haber encontrado una forma rápida y eficaz de acabar en masa con los reos judíos, era también un hombre que le daba gran importancia a la vida familiar. Así lo demuestra el que tuviera cinco hijos con su esposa en poco más de una década. El primer niño en llegar fue Klaus, y lo hizo tan solo tres meses y después de que la pareja contrajera matrimonio en 1930. Luego vinieron al mundo, de forma respectiva, Heidetraut (1932), Inge Brigitt (1933), Hans-Jürgen (1937) y Annegret (1943). Los tres primeros arribaron a una Alemania que, como bien recuerda Tania Crasnianski en su obra «Hijos de nazis», estaba en plena ebullición política. «Durante ese cambio, la familia Höss vivía aislada, en una granja sobre el mar Báltico», explica la investigadora gala.

Hoss, junto a su familia. A la izquierda, Brigitt.

Todo cambió cuando Höss entró en las SS y fue destinado al campo de concentración de Dachau allá por 1934. Fue en ese instante cuando comenzó su viaje hacia las cloacas más pestilentes del régimen nacionalsocialista: la futura aniquilación de cientos de miles de judíos en las cámaras de gas. Poco después acudieron a reunirse con él su mujer y sus -por entonces- tres pequeños. Allí, en una casa ubicada en las cercanías de la prisión, vivieron sin privaciones y rodeados de los lujos típicos de un oficial de su cargo. Nuestra protagonista, la joven Brigitt, pasaba aquellas jornadas en el colegio para hijos de oficiales (donde no confraternizaba con los reos) y en el hogar, con su madre. Mientras, su padre se convertía, poco a poco, en uno de los hombres de confianza del líder de las SS Heinrich Himmler y del propio Adolf Hitler. Lo cierto es que Höss se ganó su fama de cruel y efectivo gracias a una sencilla máxima: seguir al pie de la letra las órdenes de sus superiores. A esta unió una enfermiza obsesión por el trabajo que, a la postre, convirtió Dachau en el perfecto ejemplo de lo que debía ser una prisión del Tercer Reich. «La temible eficacia de Höss y su sentido estratégico y práctico contribuyeron a su ascenso», añade la autora en su obra. Todo ello hizo que, en 1938, el alto mando le enviara hasta el campo de concentración de Sachsenhausen como primer adjunto. De nuevo, y como si fuera una letanía, su familia se trasladó hasta una vivienda ubicada en las cercanías del recinto. Por entonces, la pequeña Brigitt disfrutaba de la vida en familia junto a su padre sin saber que, fuera de los muros de su nuevo hogar, este se dedicaba a orquestar la matanza sistemática de miles de prisioneros.

La autora gala describe en su obra cómo era la vida cotidiana de Höss... y lo cierto es que la lectura es escalofriante. No ya por su triste labor como oficial al mando de la barbarie organizada en aquella cárcel (que también), sino porque, cuando regresaba a su hogar, representaba a la perfección el papel del buen padre de familia. Ya en la tranquilidad de la casa, el germano no tenía reparos en poner música a sus hijos en un gramófono o contarles cuentos antes de que se acostaran. «Le encantaba la historieta de Max y Moritz, sobre dos niños que desobedecían a los adultos y eran severamente castigados», explica Crasnianski. Aquella doble vida forjó en Brigitt la idea de que su padre era un hombre sencillo que pasaba demasiadas horas trabajando fuera de casa. La candidez de la infancia. Lo cierto es que llevaba razón en parte, pues Höss era un enamorado de su trabajo y pasaba horas fuera de casa. En todo caso, la confianza que tenían en él los altos cargos del Tercer Reich quedó patente cuando Himmler le ofreció la dirección de un nuevo campo de concentración ubicado en las cercanías de Cracovia: Auschwitz. Por entonces el calendario marcaba el mes de mayo de 1940. «Una vez construido el campo, el resto de la familia fue a vivir con él en una casa vecina», añade la autora. La vivienda estaba separada de las cámaras de gas por un escuálido muro y por una reja que permitía a Brigitt y a sus hermanos convivir a diario con la muerte. Aunque lo hacían rodeados de lujos como chocolate, azúcar y leche. Alimentos escasos en aquellos años. Tampoco le faltaban a la pequeña una pléyade de sirvientes; desde un sastre, hasta un peluquero. Todos ellos, reos.

Brigitt Hoss, durante su infancia.

La pequeña, a su vez, solía codearse con los altos cargos del nazismo. Y es que, personajes como Heinrich Himmler, Adolf Eichmann (uno de los arquitectos del Holocausto) o Richard Glücks (jefe inspector de los campos de concentración) pasaban de forma recurrente por la casa de los Höss para conocer las novedades del lugar y saludar a los niños. «La familia se sentía muy honrada cuando los visitaba el “tío Heini” [Himmler]. A Rudolf le gustaba fotografiar a sus hijos ataviados con sus mejores ropas, sobre las rodillas del Reichsführer», añade Crasnianski. Estos mandamases parecían vivir ajenos al expolio de alimentos, ropa y riquezas que hacía el comandante de aquel centro de muerte. El botín era extraído directamente del «Canadá», el barracón al que se llevaban las pertenencias de los presos. La vida de los Höss era similar a de una familia adinerada de Alemania. Ropa fina, ricas viandas, fiestas nocturas... Aunque, eso sí, con vistas a las chimeneas de los hornos crematorios. Así definió Brigritt aquellos días de bonanza: «Algunos detenidos-jardineros arreglaron todo el jardín. Plantaron flores hermosísimas y arbustos. De todos los colores. Nos enviaban regularmente a casa miles de macetas de flores y semillas. A mamá le gustaba pasar el tiempo en el jardín y plantar nuevas flores. También teníamos una huerta, en la que cultivábamos diferentes legumbres. Papá hizo instalar una piscina en la que podíamos bañarnos, y un gran tobogán de madera, solo para nosotros. […] Papá hizo que nos llevaran toda clase de animales: conejos, tortugas, gatos, culebras, martas. […] Nada es demasiado bello para nosotros».

Pero la vida de lujo de los Höss tenía fecha de caducidad. Su final empezó a fraguarse desde el mismo instante en que, tras casi dos años aguantando el envite del ejército alemán en Stalingrado, los soviéticos rompieron el cerco nazi e iniciaron su avance sobre Berlín. A partir de entonces los germanos comenzaron, desesperados, una carrera contra el tiempo cuyo objetivo era acabar con las pruebas de la temible Solución Final (el exterminio masivo de judíos en las cámaras de gas). A lo largo y ancho de las fronteras del Tercer Reich decenas de presos fueron obligados a caminar cientos de kilómetros hacia el interior de Alemania en las llamadas «marchas de la muerte». La finalidad era que, cuando el Ejército Rojo liberara aquellos centros de muerte, no hallara testigos que pudiesen contar las tropelías que habían perpetrado. Höss, uno de los oficiales más apreciados en el Reich tras haber mantenido las cámaras de gas de Auschwitz a pleno rendimiento, sabía que sería ejecutado si caía en manos de los aliados. Por ello, en 1944 empezó a planear su huida. Y esta se materializó poco después de que Hitler se suicidara en el búnker de la Cancillería el 30 de abril de 1944. Después de aquel golpe moral, Rudolf partió hasta Flensbourg junto a su hijo. Su delirante objetivo era alistarse en el supuesto último ejército nazi que estaba organizando Himmler. Mientras, su mujer y las pequeñas se quedaron en el norte de Alemania. Por entonces, la familia todavía creía en la posibilidad de un contraataque. Pero aquello era una mera fantasía que quedó destrozada en mil pedazos cuando el líder de las SS recibió al comandante de Auschwitz con unas palabras tan sinceras como descorazonadoras: «Todo ha acabado».

Hoss, poco antes de ser ahorcado.

La máxima estaba clara: salvar la vida. Al menos, aquel que pudiera. Höss tuvo suerte en principio, pues logró hallar un escondrijo cerca de la casa en la que también se escondía su familia. Pero no le sirvió de mucho cuando los cazadores de nazis dieron con la pista de su mujer y sus hijas y las interrogaron. «Brigitt, de trece años en aquel momento, recuerda que los oficiales ingleses le gritaban: “¿Dónde está tu padre? ¿Dónde está tu padre”», explica la autora. Al final, la que desveló su paradero fue su esposa. El resto, como se suele decir, es ya historia. El cruel comandante del campo de concentración más efectivo de Reich fue capturado, juzgado en Núremberg y colgado por su participación directa en el Holocausto. Durante el juicio, el altivo oficial tuvo la sangre fría de corregir al tribunal cuando este afirmó que el nazismo había terminado con dos millones y medio de vidas: «Solo fueron dos millones y medio. Los demás murieron de hambre, agotamiento o enfermedad».

Rechazada por su íntima relación con el régimen nazi, la familia Höss vivió los años siguientes en la más extrema pobreza. Su respuesta a la persecución que los aliados hicieron de los criminales de guerra y de sus familias fue la negación; obviar que habían tenido relación alguna con Rudolf. Después del ajusticiamiento del comandante de Auschwitz se mudaron al pueblo de St. Michaelisdonn (al norte de Hamburgo). Allí vivieron nada menos que diez años soportando la desidia de muchos de los vecinos. Compartir edificio con la familia de uno de los verdugos de Hitler no suponía un orgullo para una población que, en muchos casos, se sentía culpable por el ascenso del Tercer Reich. Así se mantuvieron hasta 1950, época en la que Brigitt decidió abandonar el hogar familiar para buscarse una nueva vida fuera de aquellas fronteras. La joven, apenas una veinteañera, viajó hasta España. Su objetivo no era otro que huir de los bárbaros actos de su padre; intentar que nadie la relacionara con él. Por entonces ya sabía que usar el apellido Höss era peligroso, así que lo evitaba. Una vez en nuestro país, la germana conoció a Cristóbal Balenciaga, a quien debió impresionarle su figura, pues la contrató como modelo. No parece raro ya que, según los testimonios recogidos por el diario «New York Times» en 2013, se había convertido en una mujer alta, rubia, extremadamente bella y con un porte de rudeza ideal para las pasarelas.

Brigitt trabajó tres años como modelo para Balenciaga en la España dirigida por Francisco Franco. Su carrera fue fulgurante. Lució caros vestidos frente a grandes figuras de la política de entonces como la misma Carmen Polo. De hecho, la soltura y firmeza con las que desfilaba hacían que el diseñador la llamara, cariñosamente, «mi pequeño soldado alemán». La ropa que llevaba fue utilizada por grandes personalidades como Jackie Kennedy y otras tantas mujeres famosas en toda Europa. En aquellos años, como desveló en varias entrevistas posteriores, rechazaba el Holocausto y las ideas que había defendido su padre. Aunque no podía evitar recordar a Rudolf con cierto cariño. «Parecía el mejor hombre del mundo. Siempre dulce y amable con los que le rodeaban. Debía de haber dos caras en él. El que yo conocía y otro. Para mí era el hombre más bueno del mundo», afirmó.

Rudolf Hoss, tras ser capturado.

Con el paso de los meses, Brigitt conoció a un norteamericano de origen irlandés que trabajaba para una empresa establecida en Estados Unidos. El trabajo de ambos les llevó a recorrer medio mundo. Desde Liberia hasta Irán. Así, hasta que contrajeron matrimonio en 1961 y tuvieron dos hijos. «Poco después de conocerse, Brigitt le habló a su futuro marido de su filiación. Este dijo que la noticia le impactó, pero que, después de discutir el asunto, comprendió que ella también había sido una víctima. Brigitt no era más que una niña cuando tuvieron lugar esos hechos y, de la noche a la mañana, había pasado de una vida de lujos a la miseria», explica la autora francesa en «Hijos de nazis». Con el paso de los años se trasladó a Estados Unidos, donde se estableció. Al otro lado del charco trabajó durante 35 años en una tienda de ropa (Saks Jandel) propiedad de dos judíos. Allí, llegó a vestir a personajes como Nancy Reagan, Hillary Clinton o Barbara Bush. Todo parecía irle sobre ruedas hasta que los directores de la cadena se enteraron del pasado de su padre. Sin embargo, y según determinó la propia Brigitt en una entrevista posterior, fueron bastante comprensivos en lo que a este tema respecta: «No hubo recriminaciones. Me dijeron: “No podía evitar lo que hizo, solo eras una niña. Tienes que aceptar lo que sucedió”». Ella es partidaria de esa teoría, aunque también sabe que lo que hizo su familia será imborrable: «Cuando lo supe me dije, “no puede ser”, pero hay que aceptarlo. Ocurrió en mi familia y me pongo muy triste cuando lo pienso […] A pesar de todo, mi padre era el hombre más agradable del mundo. Era muy bueno con nosotros Pero él hizo lo que hizo».

A 100 km del mayor templo de la ludopatía del mundo, Las Vegas, en un pueblo en medio del desierto del estado de Nevada, Barbara Cherish, sigue mascando y tratando de deglutir la culpa y la vergüenza del Holocausto judío. Crímenes contra la humanidad que ella no cometió -nació en 1943- y que sin embargo la han perseguido y atormentado desde que abandonara Alemania en 1956 con la siniestra y a la vez atractiva foto de un oficial de la SS, su padre, Arthur Liebehenschel, Kommandant del campo de Auschwitz de noviembre de 1943 a mayo de 1944.

Barbel Liebehenschel, -Barbara Cherish desde que pisó EEUU- tiene una voz dulce, casi juvenil a pesar de haber cumplido ya los 67. Por teléfono relata la obsesión por un pasado inconfesable durante 40 años, que la ha obligado a investigar finalmente los horrores nazis que perpetraron los oficiales de la SS, en la figura de su padre. "Cuando abandoné Alemania después de que mi madre fuera ingresada en un psiquiátrico y mis hermanas mayores entregadas a otros hogares de acogida, mi nueva familia americana me advirtió de que no hablara de mi padre, que no averiguara nada acerca de él. Durante toda mi vida mantuve el secreto encerrado en lo más profundo, mirando furtivamente la foto del hombre que me dio la vida. Necesitaba desesperadamente saber qué tipo de persona era después de conocer la brutalidad del régimen Nazi" explica Bárbara.

Arthur Liebehenschel fue el penúltimo comandante del siniestro campo de exterminio de Auschwitz I -el complejo incluía también el campo II o Auschwitz-Birkenau y el III o Auschwitz-Monowitz-. Apresado en 1945 fue juzgado en Polonia donde fue condenado a muerte y colgado en 1948. Sirvió en las filas de las SS desde 1929 y llegaría a alcanzar cargos de gran responsabilidad como un importante puesto en el departamento que coordinaba administrativamente todos los campos de exterminio. Bárbara no supo realmente la magnitud de las atrocidades hasta que estuvo en EEUU, acogida precisamente por un piloto norteamericano que había combatido contra los nazis. "Cuando la guerra terminó y pasamos a convertirnos en refugiadas sabía que mi padre había sido un importante dirigente nazi pero no podía comprender la magnitud del Holocausto" recuerda. Sería después cuando su pasado familiar la carcomiera poco a poco. Pero ni siquiera lo habló ya casada, con su marido -a pesar de que conocía la historia- ni con sus hijos -a quienes se la ocultó-.

Es sorprendente descubrir cómo los vínculos de sangre pueden llegar a ser tan atávicos; Bárbara no llegó a conocer a Arthur, de hecho, su padre las abandonó a ella, a su esposa y a sus otras dos hijas -Brigitte y Antje- al poco de nacer, cuando se enamoró de Anneliese Huettemann la secretaria con quien compartía largas horas de trabajo. El hijo mayor, Dieter, se enroló en las SS con apenas 15 años y pasó cinco años prisionero de los soviéticos tras ser capturado en Lublin. Precisamente el divorcio de su padre con Gertrud, la madre de Barbara, y su pasión por Anneliese fueron el detonante para que fuera enviado a Auschwitz en sustitución de Rudolph Hoess, el psicópata responsable desde su construcción. El destino no era si no una degradación por su licenciosa vida familiar, que las SS castigaron. "Mi padre no quería ir allí, para entonces -noviembre de 1943- todos sabían lo que ocurría y renegaba para sus adentros de la terrorífica máquina de matar en que se habían convertido las SS". O al menos esa es la conclusión a la que llegó Barbara.

Tras un divorcio doloroso en 1991 decidió que era la hora de exorcizar los demonios de su pasado -que hasta entonces no había revelado ni a sus hijos- y comenzó a investigar todo lo relativo a su padre, primero con los recuerdos de sus hermanas mayores Brigitte y Antje -con las que mantuvo el contacto- con la correspondencia y los diarios de Arthur Liebehenschel y después en archivos, bibliotecas e incluso a través de entrevistas con supervivientes judíos de Auschwitz que le recordaban como jefe del campo. Fruto de ello ha publicado El comandante de Auschwitz, (Editorial Laooconte). En él reconstruye minuciosamente la vida de su familia desde la alegre casa de Austria -desde donde se observa el célebre paisaje de Sonrisas y Lágrimas- alquilada a su padre como miembro del partido nazi por 99 años, hasta los interrogatorios de Arthur en Nurenmberg y las órdenes de mando del campo de Auschwitz. Aunque Barbara condene con rotundidad a los nazis, su investigación le ha permitido ver a su padre casi como una suerte de Oscar Schindler en miniatura, a pesar de ser nada menos que un Teniente Coronel de las SS jefe de un campo de exterminio "Mi padre no era un monstruo, cuando le enviaron a Auschwitz ya no tuvo elección, pensó que desde allí podría ayudar mejor a los prisioneros". Barbara lo demuestra con documentos que hablan de mejores condiciones de vida para los presos, de la suspensión las ejecuciones -fusilamientos arbitrarios, al margen de las cámaras de gas- mientras su padre fue el Comandante, así como el testimonio de algunos de los supervivientes. Aún así reconoce que su padre mintió en Nurenmberg al declarar que no sabía nada de los trenes ni de los crematorios de Birkenau (Auschwitz II) y que no había otro veredicto posible en ese momento. Conocer la verdad, no ha cerrado, sin embargo, la profunda herida. "Lo peor es pensar en todos aquellos niños que como yo llegaban al mundo entonces y fueron privados de su vida" suspira después de un silencio. En Pahrum Nevada, a dónde se mudó desde California, donde había vivido desde que llegó a los EEUU nadie sabe quién es su padre y aún le es imposible hablar de ello. El oprobio pesa como la enorme losa que no tuvieron los millones de judíos incinerados "al igual que todos los alemanes hijos de los perpetradores del Holocausto". A pesar de haber conocido a algunos supervivientes judíos, teme hablar con ellos, enfrentarse a sus rostros. La culpa y la vergüenza le siguen surgiendo de dentro cómo si el amor que siente instintivamente por el padre que le dio la vida la conectaran con la representación del mal absoluto, la del nacionalsocialismo alemán. Barbel sigue soñando de vez en cuando con unas manos enfundadas en guantes de cuero negro que la atraen desde el cielo... "un terrorífico poder maligno que intenta arrastrarme [...] pero en el instante en que me tocan siento un embriagador río de amor y de paz".

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